Jesús Valencia educador social
Apagando el fuego con gasolina
La monstruosidad de los edificios, el rigor de los reglamentos, el desprecio de los carceleros... son un ejercicio ilustrativo de pedagogía política. Las cárceles son un fermento de conciencia crítica
La caza del vasco no admite tiempos de veda. Su captura se ha convertido en deporte nacional español que cuenta con la entusiasta colaboración francesa. Unos y otros, celebran los buenos resultados y exhiben como trofeos las piezas que van apresando.
Hay ocasiones en que la actividad cinegética se incrementa. Estamos en una de ellas. Alguien ha supuesto, con más crueldad que ingenio, que la firmeza vasca sólo se ablandará en los presidios. Quien llegó a tal conclusión puede que pase a la historia como malvado, pero no como ocurrente. Muchos han aplicado la misma receta tan cruenta como inútil: conquistar Euskal Herria y castigar a sus habitantes llevando cautivos a los más esforzados. En esas nos encontramos. Raro es el día o la noche que no nos golpea con la noticia de nuevas detenciones: dirigentes políticos y militantes de base, jóvenes o veteranos, mujeres y hombres, sorprendidos in fraganti o presuntos... Da igual. Sufrimos viendo pasar las cordadas de cautivos que son dispersadas por la geografía penitenciaria de ambos estados. a cual más arrogante. Van repletando sus cárceles con las presas vascas, confiando que estas razias sirvan de escarmiento.
Ninguna persona que es conducida a presidio viaja sola. Lleva con ella el cariño entrañable de su pareja y puede que hasta el vínculo indisoluble de su prole. Viajan con ella sus amigos, parientes, vecinos... Conocen de primera mano la calidad humana de quien, ahora, es exhibida como fiera peligrosa. Cuando se cierra tras ella el portón de la mazmorra, un pedazo de nuestro pueblo -carne de nuestra carne- queda cautivo. En ese círculo humano que ha sufrido el desgarrón, hay de todo: quienes comparten los ideales de la persona apresada y quienes piensan que está equivocada, pero prometen no abandonarla. Para los familiares y amigos incondicionales se abre una etapa nueva: viajando por la ruta de los presidios, irán descubriendo la España que nunca se imaginaron. Los parajes inhóspitos y solitarios donde están enclavados los penales. Y, sobre todo, el sadismo con que el estado amasó el cemento de sus monstruosos reclusorios. En las hediondas salas de espera se encontrarán los colectivos que tienen mal acomodo en la sociedad que los encerró: gitanos, emigrantes, vascos... Todos agrupados por el rigor de un sistema que dice querer reinsertarlos mediante la privación de libertad.
Hay quien se acerca al presidio sintiendo al preso como allegado y a España como su patria. Pronto se desmoronan sus arraigadas convicciones hispánicas. La monstruosidad de los edificios, el rigor de los reglamentos, el desprecio de los carceleros... son un ejercicio ilustrativo de pedagogía política. Quizá nunca cojan una pancarta ni militen bajo siglas independentistas, pero llegan fácilmente al convencimiento de que estaban ciegos. Y que la España en la que creyeron con ahínco, no se merece la adhesión que le brindaron. Las cárceles son un fermento de conciencia crítica. Cada visita al presidio nos hace sentir más vascos y menos españoles; así avivan la llama soberanista que, captura tras captura, intentan asfixiar.