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August Gil Matamala Abogado del Colegio de Barcelona y ex presidente de AED

Garzón y la política

El jurista catalán August Gil Matamala denuncia la politización que el Derecho está sufriendo a nivel europeo y, muy especialmente, en el Estado español. La última actuación de Garzón es un caso paradigmático al respecto. Gil realiza un análisis de ese caso desde un punto de vista jurídico, pero sobre todo desarrolla su crítica desde un perspectiva profundamente democrática.

La historia reciente de Euskal Herria nos recuerda el relato homérico del velo de Penélope: lo tejido de día era destejido por la noche, una y otra vez. Como en un enervante juego de la oca, cuando parece que se vislumbra la solución del conflicto político vasco, nos encontramos de nuevo en la casilla de salida.

Desde Catalunya, el último y frustrado proceso de pacificación fue seguido con gran interés. Determinadas fuerzas políticas, sectores profesionales progresistas, numerosas organizaciones y plataformas cívicas se involucraron activamente en apoyo del proceso de negociación. La ruptura del mismo y la actual situación de impasse político -más bien de pudrimiento político-, caracterizado por la explícita voluntad de los poderes del estado de aniquilar por la vía represiva cualquier expresión política de la izquierda abertzale, han provocado en estos mismos sectores simpatizantes con la causa nacional vasca un estado de frustración y perplejidad tan acusados que, al parecer, les impide reaccionar ante la imparable escalada represiva. Para no hablar del silencio de la izquierda progresista española -si es que existe todavía-, anestesiada por el mantra «Constitución, Constitución y Constitución», machaconamente repetido por Doña M. Teresa Fernández de la Vega, en su papel de sacerdotisa de unos renovados «Principios Fundamentales del Movimiento Nacional».

Sin embargo, desde la posición de un jurista, observador externo, resulta imposible dejar pasar sin comentario la última operación Garzón, con la detención de 23 miembros de Batasuna, tanto por el escándalo del hecho en sí -enviar a la cárcel a los participantes en una reunión política- como porque constituye un paso más en el proceso de judicialización de la política que venimos denunciando desde hace tiempo. En sentido general, nos da la impresión de asistir a un forcejeo entre el poder judicial y el poder ejecutivo por el control del estado, del que deriva la incidencia creciente de lo judicial sobre la sociedad, correlativo a la pérdida de influencia de la política. A los ojos de los ciudadanos lo judicial aparece cada vez más como el principal regulador de la vida social. El imaginario colectivo se desinteresa de los debates ideológicos y encuentra su alimento preferente en la crónica judicial, que invade el espacio informativo de la prensa y la televisión. La vida política sigue el ritmo de los procesos, los sumarios y las decisiones judiciales. Paralelamente a la pérdida de capacidad de la política para actuar sobre la sociedad, el poder judicial abandona el papel que tiene reconocido en una sociedad democrática, es decir, su dimensión estrictamente jurisdiccional. Traicionando su posición de árbitro, de tercero imparcial, cuya función es la de enunciar el derecho en las situaciones de conflicto entre partes, el juez pasa a convertirse en agente político directo, que se sitúa y se interfiere en el centro del debate y condiciona con sus decisiones el desarrollo de la vida política.

El fenómeno es europeo, pero adquiere proporciones alarmantes en el Estado español, donde la politización de las instancias judiciales es transparente, y la progresiva judicialización de la política -proceso del 11-M, proceso 18/98, imputación del lehendakari, recursos contra el Estatut de Catalunya, etc.- ha alcanzado en el último año cotas tales que permiten afirmar que los verdaderos centros de decisión de los que depende la vida política de este país se encuentran hoy en la Audiencia Nacional y el Tribunal Constitucional.

En este sentido, el auto del juez Garzón de 7 de octubre de 2007 es un ejemplo de manual de sustitución de lo jurídico por lo político. En dicho auto el titular del Juzgado Central de Instrucción nº 5 envía a prisión o impone medidas cautelares a un colectivo de miembros de Batasuna a los que previamente ha imputado -auto de 4 de octubre- un supuesto delito de integración en organización terrorista. Lo más notable de la resolución judicial es la total ausencia de argumentación jurídica que justifique una medida de tal gravedad. Aparentemente, el juez Garzón no se entretiene en tales minucias, ya que dispone del argumento definitivo e inapelable: Batasuna es igual a ETA, tal como él mismo descubrió en un momento de iluminación, y, por consiguiente, cualquier actuación en tanto que miembro de Batasuna, aunque sea en el legítimo ejercicio pacífico de los derechos fundamentales de reunión, expresión, manifestación o asociación política, se convierten en prueba suficiente de la comisión de un delito de los artículos 515.2 y 516.2 del Código Penal. Como se desprende del mismo auto, Garzón parece estar a punto de alcanzar otra revelación: no sólo Batasuna sino todo el espacio político de la izquierda abertzale es ya o está destinado a ser ETA, según su teoría de que «el entramado terrorista liderado por ETA actúa con vocación fagocitadora y depredadora de todo el espectro conocido como izquierda abertzale», espacio que Batasuna «sin lugar a dudas ha procurado y procura instrumentalizar y aprovechar para instalarse en él». La conclusión del argumento es -siguiendo la cita literal- «esta tendencia expansiva de Batasuna bajo los auspicios de ETA es evidente y puede producir efectos en otras organizaciones a las que eventualmente puede colonizar y respecto de las cuales podrá actuarse, en su caso, en el momento en que haya indicios bastantes para ello, pero no antes».

Convertido pues en analista político, el juez de instrucción se permite valorar las intenciones presentes y futuras de un colectivo político, así como postular la inevitable criminalización de una opción política de la que se reclama casi el veinte por ciento de la sociedad vasca. Pero donde se aprecia más claramente la politización de la decisión judicial es precisamente cuando intenta salir al paso de la previsible crítica de oportunismo referida a la actuación que analizamos. El juez se ve en la necesidad de justificar por qué se actúa ahora penalmente con motivo de una reunión de un partido ilegalizado, cuando este mismo tipo de reuniones orgánicas y toda clase de expresiones políticas de esta misma organización ya ilegalizada no sólo se consintieron, sino que se autorizaron expresamente (auto de Garzón de 5 de julio de 2006) durante la vigencia de la tregua. Después de negar, con escasa convicción, haber actuado bajo criterios de oportunidad, el auto desarrolla una innovadora teoría según la cual una misma conducta puede ser o no constitutiva de delito según el momento y el contexto político en que se produce y su funcionalidad en relación a una determinada estrategia política. De nuevo, y desbordando ampliamente las competencias del juez de instrucción, Garzón se atribuye la facultad de valorar en términos estrictamente políticos el proceso de negociación y la ruptura de la tregua por ETA, y de definir en cada momento los objetivos estratégicos de Batasuna, presuponiendo apriorísticamente un cambio radical en sus planteamientos, desde su notorio posicionamiento activo a favor del fin de la violencia hasta tomar la opción de «coadyuvar renovadamente a la consecución de los fines de la organización terrorista por medio del recurso a la violencia».

Una sociedad democrática no debería consentir por más tiempo que un poder judicial, imbuido de un papel mesiánico de último defensor de las esencias patrias y de los valores constitutivos de la civilización occidental, condicione con sus retorcidas interpretaciones de la legalidad penal el libre desarrollo de la voluntad popular y de todas sus expresiones políticas, pacífica y democráticamente defendidas.

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