Floren Aoiz Escritor
18/98: la sombra de la Inquisición contra un pueblo del siglo XXI
La Inquisición no fue un fenómeno exclusivo de los territorios dominados por la monarquía española. Sin embargo, es la Inquisición española la que ha pasado al imaginario colectivo mundial como un emblema de la persecución fanática de las ideas. No es casual, ni producto de una supuesta leyenda negra: sus crímenes fueron numerosísimos y la Inquisición reflejaba la filosofía política y la estrategia de los reyes españoles, y, a la vez, impregnó al estado de un barniz fundamentalista e intolerante que es perfectamente perceptible en la política española de 2007. En definitiva, la Inquisición, no como institución histórica con principio y fin, sino como satanización y persecución implacable de los considerados enemigos del estado y los «diferentes», es una seña de identidad del nacionalismo español. Como lo es el espíritu de cruzada, por cierto.
El franquismo, que se definía a sí mismo como un régimen «nacido de la Cruzada», y que por tanto llamaba cruzada a su golpe de estado y a la destrucción que ocasionó, encarnó fielmente el espíritu inquisitorial. Lo decía el periódico falangista «Arriba España» en su primer número tras el cierre y robo de las instalaciones y rotativa de «La Voz de Navarra»: «Camarada, tienes la obligación de perseguir y destruir al judaísmo, a la masonería, al marxismo y al separatismo. Destruye y quema sus libros, sus revistas, su propaganda».
A la sombra de yugos, flechas y otros símbolos de los Reyes Católicos y la España imperial, el franquismo llegó a acusar de rebelión a los defensores de la legalidad republicana y promulgó en febrero de 1939 una Ley de Responsabilidades Políticas, en 1940 otra de Represión de la Masonería y el Comunismo, a las que siguieron, la Causa General en abril de ese mismo año, la de Seguridad del Estado en 1941 y la de Rebelión Militar en 1943. La cadena se reprodujo hasta el final, pues tan sólo semanas antes de su muerte el dictador firmaba la orden de fusilamiento de cinco militantes antifascistas. La «justicia» franquista creó el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo, que más tarde daría lugar al Tribunal de Orden Público, del que proviene la actual Audiencia Nacional. La «democracia» creó más tarde sus propias leyes «especiales», ampliando el espectro de la persecución judicial a todos los ámbitos de la vida política y social y llegando hasta la más reciente Ley de Partidos: nuevas formas, viejos principios.
La investigadora belga Christiane Stallaert, que ha comparado los casos de la Inquisición española y el régimen nazi, destaca la obsesión de ambos por eliminar la diversidad y homogeneizar la sociedad. Se trataba de una obsesión centrada en la raza, pero como se sabe, tras este empeño había razones políticas evidentes (por eso los judíos y musulmanes navarros se opusieron a la conquista española de 1512, y la recién importada Inquisición fue utilizada para perseguir a los partidarios del Estado navarro independiente). No es de extrañar que Stallaert llame la atención sobre el hecho de que mientras el nazismo ha sido condenado, existe una «ausencia completa de conciencia condenatoria» de la Inquisición, pese a que sus crímenes se prolongaron durante siglos. Y esta es, efectivamente, la cuestión. Del mismo modo que nadie condenó jamás a Franco y demás criminales fascistas españoles, y aunque la Inquisición española desapareció formalmente en el siglo XIX, el espíritu de persecución de la diversidad y búsqueda de la homogeneidad sigue tan vivo que mientras escribo estas líneas las fuerzas policiales al servicio del estado buscan y detienen a más de cuarenta ciudadanas y ciudadanos de Euskal Herria para llevarlos a las mazmorras españolas. Es decir, no sólo no se ha condenado este empeño inquisitorial, sino que se ha trasmutado en el «imperio de la ley» de un supuesto estado de derecho.
Las acusaciones contra los procesados son terribles, como lo eran las que se esgrimían contra quienes caían en manos de la Inquisición. Tienen que ver con «El Mal», que en un tiempo se identificaba con el demonio, la brujería, el judaísmo, el islamismo o la «herejía» protestante, y que ahora es el independentismo vasco, que se presenta como un maléfico y multiforme entramado dominado por la suprema encarnación diabólica: ETA. Siempre hay una razón de extrema gravedad para que la maquinaria inquisitorial se ponga en marcha y triture a los enemigos del bien. Y como ha ocurrido a lo largo de los siglos, se verterán ríos de tinta (tinta «digital» incluida, claro está) para ilustrar las maldades de los perseguidos y hacer ver a la sociedad hasta qué punto era necesario extirpar el mal sin contemplaciones.
Si antes me refería al periódico vasco cerrado por los falangistas en 1936, el sumario 18/98 englobaba entre otras a las personas relacionadas con «Egin», el periódico asaltado y clausurado en 1998. Cambian las fechas, y las formas, claro está. Ahora el Estado español se define a sí mismo como una democracia. En la actualidad, además, todo se organiza para utilizar los medios de comunicación y amplificar la imagen de un estado fuerte y firme. En este caso, se está manejando la información con cuentagotas para generar desconcierto y provocar deliberadamente una sensación de impotencia en amplios sectores de la sociedad vasca. Un esfuerzo condenado al fracaso, por otra parte, porque si algo evidencia la intensidad de la apuesta represiva española es la potencia de la insurgencia vasca y la estrepitosa derrota de todos los planes de contrainsurgencia llevados a la práctica hasta ahora. Reflexión ésta que un servidor hace desde su propia experiencia personal, revivida estos días cuando se cumplen diez años de la sentencia que condenó a la entonces Mesa Nacional de Herri Batasuna a 7 años de prisión por colaboración con banda armada.
Pese a la renovación formal, persiste el fondo autoritario e intransigente de un nacionalismo español que crea las leyes que precisa y se dota de tribunales especiales a medida para defender sus objetivos y atacar a quienes no comparten sus tesis. Y esto no hace sino profundizar el viejo abismo entre el Estado español y la sociedad vasca. Todo zarpazo represivo ahonda ese precipicio, y aleja más cada lado del otro. Este estado que ha dicho no a una solución política del conflicto insiste en la vía de la fuerza y saca músculo de la única manera que sabe, pero comportándose así no hace sino mostrar su debilidad política.
Vivimos tiempos de Inquisición, y no parece que esto vaya a cambiar a corto plazo. Esa es la España que algunos quieren seducir. La España en la que quieren que vivamos cómodos. La España que nos dice, con detenciones y encarcelamientos, que no está dispuesta a reconocernos como nación. La España que, pese a perder su imperio, todavía no ha comprendido que es imposible impedir eternamente a un pueblo como el vasco que se haga dueño de su destino. La España menguante en la que hubo un tiempo en el que no se ponía el sol, que en 1812 se definía como «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios», que luego fue una «unidad de destino en lo universal» y que en este siglo XXI se enfrenta a una crisis estructural de imposible solución mientras el nacionalismo español no abandone su espíritu inquisitorial y de cruzada. La España que se está enfangando en Euskal Herria, como ha hecho tantas veces en el pasado, como hizo en Flandes o en Cuba. ¿Quién quiere un sitio en esa España?
Frente a una sociedad vasca moderna, integradora y rica en su diversidad, madura y harta de no poder tomar sus propias decisiones, frente a una nación del siglo XXI, en definitiva, brama su furia un estado fosilizado en sus esencias imperiales, un estado casposo de Cruzada e Inquisición, que recurre a la fuerza porque siente terror ante la posibilidad de un debate civilizado en el que la gente pueda decidir libremente. La joven Euskal Herria frente a la decrépita España, una grande y libre. La ilusión de decidir frente a la obsesión de imponer. A fin de cuentas, el anhelo de democracia frente a la pesada carga de un fascismo español que nunca se enfrentó, y así nos va a todos, a su juicio de Nüremberg.