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Antonio Alvarez-Solís periodista

El problema de la libertad

El problema de la libertad no es en modo alguno una fundamental cuestión de leyes, sino materia propia de la estructura psicológica, ya sea individual o colectiva. Hay personas, pueblos, sistemas y épocas que carecen del sentido de la libertad; más aún, que se sienten incómodos ante cualquier ajena pretensión de libertad, ya que la libertad presupone un característico y amplio modo de plantear el derecho del «otro» para exponer su pensamiento y respetar su correspondiente acción política y moral. Se es libre cuando concurren dos coordenadas respecto al pensamiento: que éste resulte posible materialmente y que se apoye en una verdadera soberanía sobre uno mismo. Si el pensamiento ha de enfrentarse con la coacción material no se es, obviamente, libre. Y si pese a esa coacción se emite el pensamiento propio y apareja esta emisión daños materiales o morales para el protagonista de la opinión, tampoco se es libre.

En este orden puede afirmarse sin escándalo alguno que España ha vivido toda su historia al margen de la libertad, en régimen de caudillismo, acogida a un pensamiento único y «heroico», que es el que se enfrenta violentamente con el medio sobre el que actúa, dada su incapacidad para gobernarlo. España ha rechazado siempre la libertad, a la que ha temido y sustituido por la simple algarada, por las aventuras montaraces, por las razias contra todo lo que signifique oferta de cambio o responsabilidad histórica y social madura. Con frase orteguiana es correcto afirmar que la gobernación ha sido reducida casi siempre en España al mando, al imperio. España no es una nación sino una finca.

En estas condiciones el juicio sobre lo español ha de resultar muy frecuentemente negativo. La imposibilidad histórica de producir una ilustración efectiva, como la que precedió a la Revolución Francesa, o alguna otra clase de revolución que introduzca una mutación ideológica parece indiscutible. Más aún, el perfil de lo español suele perpetuarse de una forma plana, en cuyo marco la pirámide social y política se mantiene prácticamente inalterable y los procesos de violencia desde el poder se reproducen cíclicamente. El poder español presenta así dos imágenes constantes: una de cinismo irritante en el quehacer cotidiano -la libertad como mentido objeto preferente- y la segunda imagen de orfandad secular de soberanía popular en las instituciones.

Las diversas naciones o pueblos que han sido oprimidos por el Estado español, o que padecen su yugo actualmente, como son Catalunya o Euskadi, vivieron o viven de forma inestable, bajo un cielo siempre tormentoso; con menosprecio respecto a su ser y realidad. Esto ha hecho que la forma ideal de poder sea la monárquica, en que la corona fija los límites del pensamiento y decide la frontera válida para las ideas. Cualquier ensayo republicano ha acabado en tragedia por su intento de abrir el cofre de la libertad. Incluso el español típico tiene miedo que del cofre surja el genio que denuncie la realidad de su menguada existencia política. De ahí la reiterada adhesión de las masas a los caudillos encargados de velar por el pensamiento único o ideología contra las ideologías. Esta forma de gobierno fue elevada a la máxima expresión por los Austrias y luego por los Borbones, que nunca sintieron aprecio alguno por una españolidad que alzase su voz ante la injusticia que la hace tributaria de infinitas necesidades materiales y espirituales. Así fueron asfixiadas las Comunidades de Castilla, los Hirmandiños de Galicia, las Germanías de Valencia, las sublevaciones de rabasaires en Catalunya, las agitaciones campesinas en Andalucía o los movimientos soberanistas de Euskadi.

Despojadas al fin esas masas de todo sentido crítico respecto a la política que las somete -no fuera que se tentaran de revolución-, en los últimos doscientos años ha ido creciendo un espíritu colonialista que lo ocupa todo, desde el propio ser español -el principal autocolonizado- a pueblos como el vasco o el catalán, cuya petición de libertades ha sido calificada, al fin, como una muestra de delincuencia. Es más, esos movimientos soberanistas de Euskadi o Catalunya han sido utilizados por Madrid para desviar la atención de los españoles sobre sus infinitos problemas y pobrezas públicas. Las cuestiones vasca o catalana se han manejado como en la medicina preantiobiótica se producían ciertas infecciones por el propio médico y en un lugar concreto, conocidas como abscesos de fijación, que impidieran la gangrena total del organismo, en este caso el cuerpo español, mediante la concentración del microorganismo infeccioso en un lugar dado. Luego se sajaba el bubón y se creía resuelto el mal. Más aún, carente ya de un mundo exterior sobre el que practicar un belicismo que concitara la atención de las masas educadas en un acriticismo absoluto, el enfrentamiento con el lógico nacionalismo vasco ha constituído el cimiento de la política española, siempre en situación excepcional.

Insistiendo en la denuncia de este grave acoso contra el nacionalismo vasco no puede uno por menos de parangonar a Teodoro Adorno cuando afirma, en su ensayo sobre el Spengler de «La decadencia de Occidente», que la aniquilación del abertzalismo, que es lo que pretende Madrid en la nación vasca, «culmina en la prohibición de pensar, que se legitima con la inevitabilidad del proceso histórico». Instaurada, pues, la dictadura del pensamiento único, los gobiernos de Madrid vocean su protagonismo de una libertad «detrás de la cual no hay en realidad más que la universal dependencia». Con ello, como asegura ya el propio Spengler, los que «odian la verdad pueden dormir tranquilamente, puesto que nadie se atreve a soñar». Y los que practican la noble ensoñación acaban en las cárceles a donde entran en riada tan incontenible que certifica el regreso a una España en la que el pensamiento conducía a la hoguera y los jueces se convertían «en séquito».

Henos, pues, ante una expropiación de la conciencia humana que se justifica con leyes prevaricadoras y con la escolta de los «medios centralizados de la comunicación pública». Quizá por ello, ya que sigo leyendo en Spengler, valdría decir, a propósito de la última advertencia, que «un demócrata de vieja cepa no pediría hoy libertad de prensa, sino libertad respecto a la prensa». A tal punto de sumisión han llegado tanto medios y tantos lectores respecto a las tropelías que están aconteciendo en las instituciones políticas de la vieja España, más imperial que nunca, aunque risiblemente imperial dada su menguada realidad social y política.

Estamos, pues, ante una situación de gravedad suma por atentado institucional contra la democracia, equivalente a un golpe de estado implícito en esa decisión de aplicar por el Gobierno de Madrid la sentencia que ilegalizó a Batasuna a toda la izquierda abertzale. Así lo afirma «La Vanguardia» de Barcelona, de cuya vieja raigambre conservadora no cabe duda alguna. No hablamos por tanto de un periódico revolucionario, sino simplemente elegante en su lenguaje. ¡Sí, sí; toda la izquierda abertzale! O sea, se pretende, por tanto, que masas crecidas de vascos acaben extramuros de la vital posibilidad política, como en otros tiempos en que se redujo a muerte civil a los agotes. Y cuando eso se haya consumado, Euskadi pasará a ser, en bloque, como corresponde a una nación altamente instruida en derechos políticos, una comunidad que sin distinción de partidos se considerará flagelada en su totalidad por una España que jamás pudo concebir más existencia que la suya, si es que eso que vive es realmente existencia. Piensen en ello, asimismo, una serie de vascos que están fumando en el polvorín que han instalado ya en tierras euskaldunes los «populares» en connivencia escandalosa con los socialistas. Plus ultra, Patxi, plus ultra.

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