Una sentencia que revela la impotencia de un Estado ante la existencia de Euskal Herria
El proceso político bajo formato judicial que se desarrolló durante dieciséis largos meses en la madrileña Casa de Campo alcanzó ayer la estación prevista con el resultado conocido de antemano. Esa misma circunstancia de que ningún agente político y social de Euskal Herria se sorprenda por el resultado de este procedimiento judicial es el primer indicio claro del carácter excepcional de lo ocurrido con el macroproceso 18/98. A partir de ahí, el hecho de que el tribunal haya condenado a una pena global que supera los 500 años de cárcel a 47 personas y les acuse de integrar o colaborar con ETA por desarrollar labores de administración de empresas, de dirección de un medio de comunicación, de promoción de la desobediencia civil o de difusión, ya el ámbito interno ya en el internacional, de un proyecto político se convierte en un elemento que, lamentablemente, se sitúa también en el ámbito de lo previsible. Y es que la sentencia leída ayer por la presidenta del tribunal, Angela Murillo, no descubre nada fundamental, sino que se limita a otorgar marchamo judicial a los mismos informes policiales que sirvieron al juez instructor para detener a personas, cerrar empresas, clausurar medios y declarar la ilicitud de entidades que se caracterizan por tener una amplia y reconocida trayectoria pública en Euskal Herria.
De la lectura de los más de mil folios que tiene la sentencia se puede extraer una primera conclusión. No en el orden jurídico, pues en ese ámbito hay voces más doctas para emitir opinión, sino más bien en el plano del análisis de las implicaciones políticas y sociales que acompañan a esta condena anunciada. Seguramente contra la voluntad del tribunal, la sentencia rezuma sorpresa e incomprensión hacia lo ocurrido en Euskal Herria desde la muerte en la cama del dictador Francisco Franco hasta nuestros días. El tribunal lo demostró ya en el juicio y lo corrobora en esta sentencia de deficiente redacción: no conoce a las personas que juzga, no conoce las entidades que criminaliza y no comprende los motivos de su compromiso personal y colectivo. No oculta su estupefacción el tribunal ante actitudes que no encajan en el modus operandi de la democracia vigilada de que se dotó el Estado español al final del franquismo.
La sentencia castiga a consejeros y periodistas del diario «Egin» y les aplica las condena más elevadas. El tribunal nos relata, entre balances contables que vienen a constatar la precaria situación económica de ese medio, que «Egin» tenía entre sus prioridades «denunciar sistemáticamente la corrupción política y económica» o defender los «valores culturales autóctonos y en especial el euskara». El tribunal condena sin preguntarse por qué miles de lectores vascos (y del Estado) acudían a informarse en ese medio que el sorprendido tribunal señala que surgió con un accionariado popular y que buscó aliviar sus cuentas con cuestaciones entre la ciudadanía y organizaba una fiesta anual al mismo efecto. El tribunal intenta juzgar, pero no puede, a una parte de la historia de Euskal Herria, en este caso del periodismo vasco.
El tribunal escribe que los condenados se declaran militantes del movimiento ecologista, activistas del movimiento popular, militantes de KAS, representantes de organizaciones internacionales con sedes abiertas al público en capitales europeas, miembros de Ekin... El tribunal, sin embargo, no explica por qué, a sabiendas de que la tesis de Garzón pasaba por vincular todas esas actividades a ETA y de que ello puede implicar, como ha ocurrido, purgar largas penas de prisión, estas personas han hecho gala ante el tribunal de dicha actividad. El tribunal no entiende, seguramente, que estas personas hayan dedicado años de su vida a la promoción de ideas, proyectos, organismos, movimientos que son parte indisoluble de la historia reciente de Euskal Herria.
Porque, efectivamente, es eso lo que trata de condenar el tribunal, y no importa que para ello deba caer en la incongruencia o en el sinsentido de extender la integración o colaboración con ETA a supuestos no avalados por tribunales españoles superiores en rango a la Audiencia Nacional. No importa si no se tiene armas ni se da ayuda efectiva para cometer atentados. Tampoco condenar a José Luis Elkoro, aunque ello implique «condenar» la labor mediadora ante ETA a instancias de gobiernos del PSOE que la sentencia le atribuye.
Las torturas delatan al tribunal
Treinta páginas nada menos dedica el tribunal a tratar de zafarse de las condenas de torturas que han planeado sobre el proceso. El tribunal tampoco aquí aporta pruebas, sólo constata su incredulidad. Y pese a lo lacerante del caso incluso se permite expresiones despectivas del tipo «entre compungidas frases, xxx relató...». No se explica el tribunal, y así lo escribe, cómo pueden denunciarse delitos que no encuentran aval en informes de la Guardia Civil, del forense, de la juez, de los carceleros... La respuesta es clara para este país, pero no está al alcance de un tribunal que ayer se delató definitivamente al esforzarse en argumentar el carácter no político de este proceso a la historia de Euskal Herria.