Eduardo Montes de Oca Periodista
Morir de amor, sí
Si la obra perfecta dependiera de sufrir los embates del desamor, preferiría el anonimato
de simple lector a la celebridad de la literatura eximia
Mire que el columnista salirse a estas alturas con una frase que recuerda “Las cuitas del joven Werther”, magno fruto de Goethe, o, yendo más atrás en el tiempo, la lóbrega atmósfera del panteón familiar donde los shakesperianos Romeo y Julieta perecieron, por obra y gracia de un azar trocado en destino fatal, en andas de una pasión que los engarzó en el arte más citado.
¿Morir de amor? Si eso ya no se da, señor mío. Si de amor frustrado, convertido en fiebres intermitentes, neurastenias, tisis oportunistas, sólo morían, en el siglo XIX, aquellos cuya falta de fortuna les impedía reponerse con el socorrido viaje digamos al Oriente Próximo, donde el paisaje nuevo o unos ojos de noche endrina, entrevistos en un velo tremolante, hacían el milagro de disipar las penas, o de encauzar el miocardio hacia otra ilusión.
Estimado lector, sucede que el columnista siempre ha confiado en el instinto popular, que reza: «murió de pena», o «el pobre (la pobre) murió de amor». Pero ese era el pueblo del siglo XIX, contraataca el escéptico enfurecido, racionalista a ultranza. Sin embargo, el comentarista, que concede tanta importancia a las sensaciones, las percepciones, lo sensorial, como a los juicios, silogismos, conceptos, lo racional –ni Locke ni Hegel; la vida–, se reafirma en su credo al leer que «según un estudio realizado con nueve mil británicos (¡ja, ja, ja!), es posible morir de amor. La investigación, publicada en “Archives of Internal Medicine”, revela que el estrés y la ansiedad que generan las relaciones hostiles pueden aumentar el riesgo de desarrollar enfermedades cardíacas».
Claro, aquí pesa no sólo el plantón que le puede dar a usted un apolíneo y perjuro donjuán o una vibrátil hija de Ochún. «El equipo realizó un seguimiento de más de 12 años y halló que las personas que soportaban peleas, críticas y otro tipo de conflictos (matrimoniales, muchos de ellos) solían tener 34 por ciento más de riesgo de padecer ataques cardíacos o dolor en el pecho».
–Entonces debió escribir: morir de desamor.
–Y ¿acaso el llevado y traído desamor no viene a ser, a menudo, el amor trunco de una parte, que increpa y anatematiza, flagela y desconflauta con un abrupto no a la otra? Además, no quiero cambiar el título, porque deseo que cunda el optimismo con lo que tengo ante mis ojos, cansados de perseguir esencias entre fenómenos y apariencias: «El tópico del elixir del amor para superar las penas del corazón podría ser próximamente una realidad, gracias a la ciencia que estudia los mecanismos bioquímicos del enamoramiento y el desamor».
Tal lo asevera Federico Ortiz Quezada, de 72 años, cirujano de la Universidad Nacional Autónoma de México, con posgrado en Urología en la Universidad de Cornell, Nueva York, y autor de 34 libros sobre temas como sexualidad y tanatología. De acuerdo con el especialista, «la ciencia ha comenzado a conocer los mecanismos biológicos del amor y del odio y existe toda una serie de hormonas relacionadas con el enamoramiento que se están investigando, las cuales contribuyen a que determinado tipo de animales sean fieles…».
Ah, al fin la palabra mágica. Fidelidad. Amor sólo a ella o a él. Pero y ¿el tercer vértice del triángulo? Y ¿el despechado o la despechada? A no ser que la sociedad avance tanto que se logre inducir el amor de uno (una) sólo hacia una (uno) previamente escogido. Algo que vendría a enderezar esa situación anómala que plantea el entendido: «Por naturaleza el ser humano es polígamo, pero la cultura lo ha convertido en monógamo».
Así que ¡zas!: una pastillita y se acabaron los apolíneos y perjuros donjuanes y las vibrátiles hijas de Ochún. Una inyección subcutánea y ¡que viva la monogamia! Mas ese Mundo Feliz, como el de Aldous Huxley –releámoslo–, ¿entendería Ana Karenina y Madame Bovary? ¿Se explicaría el suicidio de Werther? ¿Calibraría la desesperación de Otelo y justipreciaría a Romeo y Julieta? ¿Habría un (otro) Dante que, por el amor frustrado de Beatriz, escribiera una (otra) “Divina Comedia”? ¿O un Petrarca esculpiendo los más sublimes versos para una Laura igual de evanescente que la propia Beatriz? ¿Pasaría a la gloria otra niña de Guatemala, cantada por un redivivo bardo supremo (sí, nuestro Martí), que la repiense expirando de no ser correspondida?
–Mire que usted me está resultando retrógrado y agorero…
–Caramba, no me tome tan en serio, caro lector. Ocurre que mi trabajo es aguijonearlo, ponerlo a meditar. Y por supuesto que ya me voy. Corro a tomarme la muestra médica que, como preventivo (¿o terapéutica?), me hizo llegar el doctor Ortiz Quezada, desde México, para experimentar conmigo, con quien se encariñó desde mi juramento: Si la obra perfecta dependiera de sufrir los embates del desamor, preferiría el anonimato de simple lector a la celebridad de la literatura eximia, porque yo, amigos míos, no quiero morir de amor.
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