Cuando de pequeño ojeaba algún ejemplar de la revista Reader's Digest no entendía la sección titulada humorismo militar, porque nuestra educación moral no nos permite asimilar que se hagan chistes belicistas. Ahora sé que aquella publicación norteamericana, traducida al castellano, estaba inscrita de lleno en la misma cultura de las armas que consiente las matanzas en los institutos, la ejecución de la pena de muerte o la invasión de otros países menos desarrollados. No me sorprende, por tanto, que «La guerra de Charlie Wilson» haya funcionado bien en los Estados Unidos, donde su cruel cinismo puede ser entendido e incluso compartido. Me descoloca más que, dentro de nuestra esquizofrénica ubicación europea, esta película imperialista comparta cartelera con la denuncia que sobre la situación afgana hace «Buda explotó por vergüenza». Supongo que eso es justo a lo que llaman mercado libre. Los soviéticos hace tiempo que dejaron de ser un enemigo para los norteamericanos, así que es muy fácil hacer una sátira política ambientada en 1980, en la que los comunistas vuelven a ser retratados como diablos con rabo y cuernos. Y, ya puestos, aquella coyuntura sirve ahora para colgarse medallas y proclamar a los cuatro vientos que fue el Tío Sam quien, desde la sombra, liberó Afganistán de la ocupación del ejército rojo. Aunque esa es un arma de doble filo, puesto que el remedio fue peor que la enfermedad, ya que los afganos están al día de hoy peor que entonces. Pero contra los fantasmas del pasado hay que tirar del oportuno discurso con que lavar la mala conciencia, junto a las palabras precisas para ahuyentar el miedo que el 11-S trasladó a los confortables hogares yanquis. La perorata de Tom Hanks les resulta muy reconfortante, por ser un actor capaz de encarnar el espíritu de Charlie Wilson: ser simpático y divertido ante la prensa local, mientras se trafica con armamento y se manejan conflictos en el exterior.