Antonio Alvarez-Solís Periodista
De Mayo del 68 a «esto es lo que hay»
La razón fundamental por la que Mayo del 68 no puede ser considerado una revolución es que sus promotores nunca tuvieron voluntad de tomar el poder para impulsar un cambio radical, «que es lo primero que debe hacer una revolución». Así lo defiende Alvarez-Solís, no sin cierta dosis de humor.
Primero sentemos la conclusión a la que hemos llegado tras el estudio minucioso de ese oscuro tránsito que condujo desde un pasado democráticamente artificioso al fascista y rotundo perfil que tiene el presente: los sucesos del Mayo francés del 68 no constituyeron una revolución que cambiara los cimientos de la historia sino una revuelta sin calado que estaba preñada de fracaso. Viento de fronda. Como afirma Eric Hobsbawm los estudiantes, grandes protagonistas del famoso Mayo, no eran revolucionarios, «rara vez -afirma el historiador- se interesaban en cosas tales como derrocar gobiernos y tomar el poder», que es lo primero que debe hacer una revolución. Eran, sencillamente, hijos de una confortable burguesía que les impidió llegar, contaminándoles, a una verdadera praxis revolucionaria. En la época eran escasos los estudiantes de familia pobre y por tanto objetivamente revolucionarios que podían sentarse en las aulas de la Sorbona. Por su parte los trabajadores que dieron relieve a la multitudinaria huelga general que paralizó Francia cedieron en su ofensiva simplemente con la oferta de De Gaulle de aumentar un 14 por ciento sus salarios. Sobre este suelo tan frágil añade Edgar Morin que la gran revuelta callejera fue «más que una simple protesta, pero menos que una revolución».
Sigamos con este enfoque, que respalda perfectamente la situación de extrema servidumbre a la que hemos llegado, sobre todo las masas occidentales, bajo la presión del neocapitalismo. ¿Qué solicitaron como peticiones finales y profundas los estudiantes?: la liberación de todos los jóvenes universitarios detenidos y maltratados por los móviles, la reapertura de la Sorbona y la retirada de la policía en el Barrio latino. Como se verá, nada auténticamente revolucionario y, más bien, transaccional. ¿Qué demandaron a su vez, con aparente energía huelguística, los trabajadores agusanados por el aparato de la CGT, el gran sindicato controlado por el Partido Comunista, que impedía siempre el hálito revolucionario en las masas? Pues esto: retorno inmediato a las cuarenta horas semanales sin pérdida de salario, jubilación a los sesenta años, libertades sindicales y cobro de las horas de huelga, que pasaban no obstante a ser horas recuperables. Hasta ahí llegó la famosa revolución que, según los cegados por el grafiti y las retóricas huecas, estaba cambiando el mundo. Es más, tras la yugulación de aquella vaporosa exhibición de ruidos y luces artificiales la sociedad poderosa recuperó en pocos años la vieja palanca para el debilitamiento del empleo, tornó a absorber el poder sindical, menguó aceleradamente las conquistas sociales, procedió a dinamitar los partidos de izquierda, como el Partido Comunista, y potenció la socialdemocracia, que ya llevaba más de medio siglo conspirando con las clases reaccionarias para fingir una fachada progresista.
Según la verdad de los hechos tanto la universidad convencional como los sindicatos, presuntos dirigentes tardíos de la agitación, temieron una vez más que la ciudadanía procediese en la calle a la ruina de las instituciones. Los poderes establecidos y los que esperan su turno en la cucaña siempre temen perder el mango de la sartén. Por unas causas u otras, estado, organizaciones sindicales y escalones políticos vidriosos procuran que aborte el volcán. Y una revolución consiste con carácter de tal en el cambio radical de la sociedad. Una revolución ha de tener en este caso un espíritu de total eliminación de los factores que sostienen, directa o indirectamente, el modelo de sociedad clasista. Si no procede en esa dirección nunca se puede hablar de revolución. En la revolución soviética del 1917 se tenía esto tan claro que las masas constituidas en soviets procedieron a la eliminación política de los mencheviques, que llevaban en su seno un zarismo inconfesado y una socialdemocracia letal. Eran la glasnost de la primera falsificación del intento revolucionario. Los mencheviques aspiraban simplemente a la instalación de una Duma y de un poder judicial que actuaran liberados del entramado monárquico, que en Rusia era sumamente cruel e invasivo.
Ahora bien ¿quedó algo vivo del Mayo del 68? Yo creo que pervive de él, con cuasiplena presencia, la doctrina que abrió con decisión una puerta al territorio de la sexualidad. Permítame el lector un cierto humor -ahora que el humor tan mal sienta a la predominante sociedad fascista, poco dada a lo que se llama vanamente autocrítica- al decir que con el Mayo francés se convirtió en libertad radical el volver a las siete de la mañana a casa sin que el otro miembro de la pareja pueda objetar nada que ofenda a la libertad practicada. Con el Mayo francés llegaron a la vida ciudadana dos derechos, uno el que custodia la autonomía del polvo y, el otro, ya sobrepasado, que eliminaba el sujetador. Lo que asimismo nació fue la práctica del grafiti, como ya hemos apuntado, que también está siendo absorbido por el poder indisimulado de las galería de arte, a cuya playa han arribado también los corrompidos poderosos.
Tornemos a decir unas cosas que aclaren los perfiles de una revolución auténtica. Los grandes acontecimientos revolucionarios sólo acontecen tras una larga preparación ideológica, encabezada por una vanguardia que trace con sabiduría los esquemas y ponga en marcha la mecánica llegado el correspondiente momento. Los grandes conductores revolucionarios saben que una revolución no tiene marcha atrás y que su fracaso hiberna los valores para el cambio radical hasta el extremo que no sólo fracasa el hecho revolucionario sino que produce reinstalaciones duras en una población agotada por el vano intento revoltoso, que únicamente sirve para que sus dirigentes escalen la comodidad en nombre de los méritos exhibidos. Ejemplos como los de Glucksmann, Eric «el Rojo» y la colmena que construyeron iluminan esta deshonesta realidad. Estamos hoy, pues, en situación muy inferior a la que llegó a lograrse con el estado del bienestar que las clases poderosas administraron como bomba de achique de la voluntad que aspiraba a otro mundo. La revolución es algo demasiado serio y peligroso para confiarla a gentes que se alzan sobre cuatro adoquines para dictar un sermón repleto de indignidades. Mayo del 68 no conduce en Francia a una invención de sociedad justa sino que prepara el camino para que en el desierto que ha creado la impudicia de los falsarios, y que estos atribuyen a la violencia de la calle, se asiente el viejo poder, renacido con crueldad vengativa. La gran masa ciudadana procede tras su desangramiento a aceptar unos valores y elementos represivos que acaba por suponer naturales, desde la economía depredadora, las leyes prevaricadoras y los jueces que las sirven hasta la exaltación de la brutalidad policial y la bendición de los grandes sacerdotes. Por eso esa masa ciudadana acepta indignidades que cobija bajo su paraguas nada menos que esa sentencia repugnante de que se debe admitir el destierro bajo la especie de que «esto es lo que hay». Uno siente una tristeza profunda cuando constata cómo naciones enteras se ponen las esposas en sus propias manos. La aceptación del crimen es una de las más graves cuestiones antropológicas. El ser humano llega a revestir una asombrosa capacidad de sumisión.
Pero ¿qué es lo que ha llevado a esta exultante conmemoración del Mayo del 68? Creo que hay dos razones para explicar esta desquiciada adoración de aquel vano castillo de fuegos artificiales: una, la de haberse constituido en refugio de golpeados ciudadanos que así se fingen heroísmo y sacrificio y, la segunda razón, la insidiosa y folklórica admiración que dicen profesar por el fracasado Mayo los poderosos que, a la vez que destacan el hecho de lo espontáneo, lo recuperan como un ejemplo triste de locura propio de gentes de poco seso. La vacuna es buena ¿verdad, Sr. Sarkozy?