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PÚBLICO.ES Gerardo Pisarello y Jaume Asens 2008/6/17

¿Qué europeísmo?

(...) En la cabeza del euroentusiasta, conservador o pretendidamente de izquierdas, no cabe otra oposición a la Unión Europea realmente existente que la atribuible a algún tribalismo irredento o a un pobre sentido de complejidad de las cosas. De ahí su mot d'ordre tras el rechazo francés y holandés al Tratado constitucional y tras el reciente no irlandés a su versión casi siamesa, el Tratado de Lisboa: evitar, a cualquier precio, las consultas a una ciudadanía que, a fin de cuentas, no está a la altura de la empresa que generosamente se le ofrece.

Lo que revela este argumento es que todo lo que no sea cuadrarse ante los dictámenes de la clase política y económica que dirige el actual consenso europeo queda equiparado a un irracional espasmo localista que se empeña en no dar a la Unión Europea «una voz única en el mundo». Poco importa si esa voz se expresa en un murmullo imperceptible a la hora de denunciar los vuelos de la CIA, la histeria liberticida de ciertas políticas antiterroristas o la impune proliferación de paraísos fiscales. O si se muestra bronca y expeditiva cuando de lo que se trata es de recortar derechos laborales arduamente conquistados, de consagrar un modelo productivista e insostenible que ha arruinado a los pequeños agricultores, de ajustar los controles sobre los trabajadores migrantes o de reformar los tipos de interés a medida de la gran banca y en perjuicio de los bolsillos más modestos. Lo importante -se afirma con descaro- es que sea una voz «única». (...)

Esta manera de plantear las cosas insulta aún más la inteligencia cuando los acuerdos alcanzados en el entramado institucional estatal-comunitario pretenden hacerse pasar por la voluntad de los «pueblos europeos». Así, si el parlamento de un Estado ratifica un tratado, el resultado se endosa de manera inmediata y sin fisuras a todos y cada uno de los habitantes de dicho país. (...) En cambio, cuando millones de ciudadanos no votan o deciden votar contra un tratado europeo, la lectura dominante es que unos pocos miles de personas no pueden frustrar la voluntad de 500 millones que, aun no habiendo sido consultados, ya han pasado, por arte de birlibirloque, a engrosar la lista del europeísmo incondicional.

Es difícil saber qué tendría que ocurrir para que las clases dirigentes europeas admitieran la profunda desafección que el proceso de integración está generando como producto de su persistente deriva antidemocrática y antisocial. (...)

¿Hasta cuándo podrá este imperturbable desprecio por las señales de la calle invocar el nombre de Europa? ¿Por cuánto tiempo podrá alguien con genuinos impulsos solidarios e internacionalistas identificarse con el europeísmo romo que practican los ejecutivos estatales y la burocracia comunitaria? ¿No sería más genuino un europeísmo que, siguiendo la mejor tradición ilustrada, se atreviera a criticar sin complejos un proyecto empeñado en avanzar a través de sus peores vicios?

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