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Cristina Maristany Escritora

Bergamín y Euskadi

De su estancia guardo cartas en las que rezumaban felicidad los días vividos en Donostia. Atrás sólo quedó el profundo asco que sentía hacia esa España servil y desconocida que rehusaba. Fue como una ablación, quiso desnacerse y supo cortar ataduras con un país que había dejado de ser el suyo

Han transcurrido ya 25 años desde aquel tristísimo día de su muerte en medio del temporal que asoló Euskadi entera: era el 28 de agosto de 1983. Un año antes se había trasladado a vivir allí con su hija Teresa. Había anunciado que se iba de España, que pensaba exiliarse; no podía aguantar más este país que tanto había amado e idealizado, y que tanto llegó a despreciar. Fue a encontrarse con su mundo, un mundo que él entendía y en el que era entendido. De su estancia guardo cartas en las que rezumaban felicidad los días vividos en Donostia. Atrás sólo quedó el profundo asco que sentía hacia esa España servil y desconocida que rehusaba. Fue como una ablación, quiso desnacerse y supo cortar ataduras con un país que había dejado de ser el suyo.

Cada vez se sentía más identificado con la lucha del pueblo vasco. Decía que no se puede exterminar a los pueblos cuando sus hombres mueren por ellos y que un resistente es todo lo contrario de un terrorista. Además, allí no se había apostado por la reforma, sino por la ruptura.

Durante sus años en el Estado español fue permanentemente ninguneado, habiendo sido una de las figuras claves de la vida literaria de este país desde los años veinte. Errabundo siempre, cuando al fin regresa siente la incomunicación total que le rodea. La caducidad de los seres y de las cosas es difícil de asimilar; son auténticas mutaciones las que se producen en ese mundo de intelectuales podridos y mediocres que nunca pudieron entender la grandeza de su obra ni su rebeldía republicana. Con la monarquía asumida por todos los partidos políticos, incluido el comunista, se presentó como candidato de Izquierda Republicana al Senado. Fue la única vez que concurrió a unas elecciones, en 1979, y aún se recuerda su inolvidable mitin en el cine Europa.

De las cartas que nos envió desde Donostia a mi compañero Rafael Lorente y a mí, recuerdo una muy divertida cuando le pedimos un poema para el libro sobre la PAZ que editaba el Ayuntamiento de Madrid, o sea, Enrique Tierno Galván. Con enorme cariño y guasa, como un niño travieso, nos escribía diciéndonos: «¿Pero cómo se os ocurre invitarme a colaborar con sepulcros blanqueados, con el gran tartufismo internacional fariseo? ¿O es una broma municipal tiernogalvanista? Bueno, ya podíais haberme hecho el honor de suponer mi respuesta con los tres jamases históricos: jamás, jamás, jamás. Os lo perdono. ¿Cuándo vais a venir por acá para una comilona en Guetaria? Y esto no es broma, estáis invitados en serio y se os espera».

Más adelante le propusimos que nos enviara poesía combativa para un libro en el que interveníamos varios poetas y pintores: su título «Antología de la libertad». Lo editó la editorial Revolución. Esta petición sí le gustó y nos envió el poema «Chapucería y basura (España 1983)». El libro fue publicado en Mayo, tres meses antes de su muerte. En el diario «El País», en sus reseñas sobre la feria del libro de ese año en Madrid, decía que Agustín Rodríguez Sahagún se había ido directo en busca del libro.

Creo que, transcurridos esos veinticinco años, ahora sí habría apostado por la paz, como lo hizo Jon Idígoras en su último acto político importante en Anoeta. Dijo: «Hemos pagado una cara factura, pero lo hemos hecho en pie y con el puño cerrado, y lucharemos hasta la victoria final... Para avanzar hay que ser generosos y hay que abrir nuevos caminos, pese a los riesgos». Pero la lucidez de Pepe y su profundo conocimiento de la cobardía del Partido Socialista también se habrían dejado oír.

Después de aquel maravilloso 22 de marzo, tras el anuncio del inicio de la tregua que supuso una esperanza para tantos millones de personas dentro y fuera del Estado español, contemplábamos asombrados cómo día a día el hecho más importante ocurrido en este país tras la muerte de Franco, iba aceleradamente hacia el fracaso. Todas, absolutamente todas las puertas se iban cerrando a quienes (por primera vez en su historia llevaban tres años y medio sin muertes) habían declarado el alto el fuego permanente, y todas sus intervenciones eran a favor de la búsqueda de la paz.

El presidente Rodríguez Zapatero no sólo no movió ficha: ni siquiera insinuó que tuviera la intención de hacerlo. Tal vez Bergamín habría intuido que se trataba de una baladronada zapateril, un acto más del camaleónico presidente que nada tenía que ver con aquel recién llegado a la Moncloa que sí se atrevió a retirar las tropas de Irak.

Antonio Alvarez-Solís decía en un artículo «¿Cómo es posible convivir con los que no existen? Doscientos, trescientos mil vascos, sobre una población de dos millones, son declarados inexistentes». Los artículos de Bergamín sobre los hechos acaecidos, incluido el pucherazo electoral, habrían sido antológicos.

Florence Delay le define así: «Andaluz nacido en Madrid, enterrado bajo la bandera vasca en Fuenterrabía, encarna una figura extrema cuyo corazón fue la República». Yo sólo quiero rendir mi más humilde homenaje al hombre, al poeta, al gudari que ya en su primer libro «El cohete y la estrella» dijo que «existir es pensar, y pensar es comprometerse», y repetir con los amigos vascos: Bergamín, herria zurekin.

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