Iñaki Egaña Historiador
La ciega
Hace ya muchos años, siglos casi eternos, cuando el conde de Lerín atacó varias localidades defendidas por navarros fieles a su corona, un sacerdote de Mendavia se preocupó por algunos de sus vecinos encerrados por el conde en una ciega del castillo de Tudela. La cita del clérigo nos dio cuenta de la dureza de la estancia: «Cuatro me requirieron les diera los Santos Sacramentos. Algún otro, estando hablando con ellos, se cayó sobre los otros y quedó como amortecido». La ciega era una especie de agujero subterráneo, terrible, sin resquicios, de muros ásperos. «Oscuro y frío» como diría Dostoievsky. El infierno. El euskara la adoptó de inmediato y, así, ziega es celda.
La relación de los vascos con la oscuridad de la ciega, es, diría yo, perpetua. Ya sé que el pasado apenas cuenta para los vivos que pronto seremos, también, pasado. Polvo. Me resisto, sin embargo, a dejarlo abandonado entre las letras de libros apiñados en estanterías con olor a tintura o a barniz especiado. Ese pasado, lleno de historias tristes apiñadas, que guardamos en una cajita que acunamos cuando nos aborda de improviso la nostalgia. Es el vaivén de la vida y de la muerte, el de los tiempos de paz y de guerra. Y no voy a hablar de las irracionalidades judiciales y penitenciarias, que las hay en quintales, sino de los excesos.
Esta noche, imprevistamente, me asaltó la nostalgia de la ciega, la misma que me trasmitieron mis antepasados más queridos, mis amigos más preciados. Foucault, de quien admiro sus reflexiones, comparó la escuela, el cuartel y el hospicio con la cárcel y no puedo menos que rechazar su propuesta cuando, mecido por los recuerdos, me llega el aliento fugaz de Joxe Mari Sagardui. ¿Qué hay peor? Detenido en julio de 1980, cuando otro cura, éste no de Mendavia sino de Fruniz, tomaba el avión para visitar a sus misioneros en Zaire. En aquella época y, permítanme la expresión, un poco más abajo del mapa (Zambia y Bostwana por medio), el preso por excelencia de nuestra generación, el prisionero 466-64 Nelson Mandela, estaba a tres semanas de cumplir 18 años de encarcelamiento. Recientemente, el cura de Fruniz, Juan María Uriarte obispo, ha presentado su dimisión en el Vaticano. Se jubila. Mandela abandonó el presidio en 1990 y cuatro años más tarde fue presidente en Pretoria. Sagardui, de Zornotza, 28 años después, sigue preso. Y no en la ciega de Tudela precisamente, sino en la de la tierra cantada por Miguel Hernández, preso y poeta.
No, no callen, porque la vergüenza estaría en el silencio», escribió a su padre en 1920 Bartolomé Vanzetti, condenado a muerte y ejecutado por un verdugo embozado. Casi me siento obligado a decirlo: jamás un colectivo de vascos ha penado un castigo de semejantes proporciones al que están sufriendo en la actualidad cerca de 800 prisioneros. Sagardui es, desafortunadamente para él y sus más cercanos, el más veterano de una batalla inacabada. ¿Imaginan lo que son 10.300 noches en una celda «oscura y fría»? En su cautiverio Mandela escribió: «En prisión uno está frente a frente con el paso del tiempo. No hay nada más aterrador». Se me escapa a la comprensión y por eso intento remover esa pequeña caja de la historia para acceder a un resorte menos incómodo. Porque, a veces, el aire se vuelve insoportable.
Y en esa pequeña caja semiabierta percibo los sones de trompetas de la Ciudadela de Iruñea, asediada y derrotada en 1512 por las tropas del duque de Alba. Huyeron a Ultrapuertos muchos de sus vecinos, y los detenidos fueron liberados poco más tarde por el primer virrey impuesto, el marqués de Comares y es que, entre los españoles, la nobleza parece que obliga. Para citarla, únicamente, casi nunca para ejercitarla. En 1521, el año de otro virrey, esta vez el conde de Miranda, el polvo se tiñó de rojo en Noain. Poco después el rey castellano aplicaba el perdón real a todos los detenidos, con la excepción de 400 de ellos. Un año más tarde, la excepción descendía hasta 154 leales a Navarra. Murieron miles de navarros, pero los supervivientes apenas sufrieron prisión.
En el siglo XIX se produjeron las guerras carlistas, los enfrentamientos bélicos que dejaron centenares de muertos en nuestro país, aunque no tantos como la peste o el cólera. Las carlistadas sirvieron para despoblar el país antes de la gran irrupción migratoria. Dicen que el exilio, el mal que congela según la expresión de Sarrionandia, fue más mortífero que el frente de batalla y, seguramente, sea cierto. Murieron más vascos en la guerra civil de 1936, muchos más, que en las dos guerras carlistas sumadas. Al exilio marcharon los que salvaron la vida. En la Primera Guerra, por ejemplo, entre 20.000 y 25.000 derrotados cruzaron la muga y fueron internados en 16 campos de refugiados que abrieron las autoridades francesas. Apenas hubo cárcel. En la Segunda Guerra los vascos serían ubicados en departamentos franceses lejanos a la frontera. Antonio Cánovas, el que luego recordaría a la levedad del ser en el atentado de Angiolillo que concluyó con su vida en Arrasate, en 1897, abrió las cárceles e invitó a los exiliados a retornar a la España triunfante, la liberal.
Sigue abriéndose la cajita del pasado, enviando olores que me trasladan a la Primera Guerra mundial, drama incalculable y nunca merecidamente interpretado para pueblos, barrios y aldeas de nuestro país continental. Miles de compatriotas murieron por nada. Les negaron la vida que comenzaban a descifrar. Apenas la cárcel. Impiedad. Durante la Segunda mundial la deportación y los campos de extermino se llevaron a varios cientos de jóvenes y adultos. La cárcel para los colaboracionistas del régimen hitleriano tampoco destacó por su rigor y cuando algunos sintieron la acumulación del tiempo, De Gaulle promulgó la amnistía. Los centenares de detenidos al sur durante la llamada Revolución de Octubre de 1934 salieron en febrero de 1936 por las puertas grandes de los presidios, al son de la Marsellesa y la Internacional, interpretada por las orquestas de nuestros municipios. Había ganado las elecciones el Frente Popular.
A estas alturas, la reflexión nos transporta, precisamente, a esa guerra civil que comenzó en julio de 1936 tras el golpe de Estado que dirigió el gobernador militar de Iruñea. Unos 60.000 vascos fueron juzgados por su oposición a la derechona, aunque ni siquiera la mitad ingresaría en prisión de forma notoria. Bien es cierto que los batallones de trabajadores fueron método de reclusión temporal y que la muerte, «hermosa es ahora la sombra de esa muerte», escribió Lauaxeta, segó el futuro de 20.000 vascos, de ambos bandos. La cárcel fue espectacular, pero no tanto como la que aplican los administradores de hoy. Entre 1938 y 1958, es decir desde que se sistematizó el sistema penitenciario franquista y el nacimiento de ETA, siguiente etapa para la contabilidad, un total de 12.500 vascos pasaron por prisión.
Jacinto Ochoa Marticorena (Ujué, 1917-1999) fue la excepción y el preso vasco que más tiempo estuvo encarcelado. Salió del presidio de Burgos en 1963, indultado por Franco tras la muerte del papa Juan XXIII. Llevaba 26 años encerrado. El resto, ni siquiera el maquis comunista Marcelo Usabiaga, que aún vive para contarlo, llegaron a los 20 años. La inmensa mayoría cumplió una pena inferior a los seis años, como Juan Ajuriaguerra, líder del PNV que negoció en Santoña la rendición del Ejército vasco y que salió de la prisión de Las Palmas de Gran Canaria el 20 de julio de 1943. Falta de mano de obra e indultos (1940, 1961 y 1963) abrieron las cárceles.
El nacimiento de ETA y de las nuevas generaciones políticas y sindicales, desde CCOO hasta LAB, pasando por IASE, LAIA, EMK, LKI o cualquiera de los grupos clásicos también supuso cárcel. No puedo escribir que era inevitable, porque pecaría de determinista, pero vista la situación política, parece evidente que lo era. Cuando Franco murió (20 de noviembre de 1975) había en las cárceles 731 presos políticos vascos, de los que 104 eran mujeres. De ellos dos eran del PNV y uno del PSOE. Quien sea amigo de buscar rarezas que lo haga en Sestao, Sopela y Amurrio, respectivamente. El resto de presos ya se imaginan en qué siglas estaban integrados. Ni siquiera los del Proceso de Burgos, el paradigma de aquella época, llegaron a cumplir diez años de prisión.
Las cárceles volvieron a llenarse a partir de 1977. Hasta finales de 2007, es decir en 30 años, 4.700 ciudadanos vascos han sido encarcelados por razones políticas. En esa misma fecha, el número de prisioneros que ofrecía Etxerat, la asociación de familiares de los presos, era de 728. Unos meses más tarde, la propia asociación señalaba que 44 presos vascos llevaban más de 20 años en prisión y que 22 seguían encarcelados a pesar de haber cumplido toda su condena. «No, no callen», recuerdo a Vanzetti. Y la caja del pasado me vuelve a repetir que jamás se había dado una situación igual en la historia de nuestro país.
Esta vez me adhiero a Foucault cuando afirma que, con el tiempo, los castigos se vuelven más refinados y extensos. Pero no me reconforta. Tampoco cuando intuyo que, con la excepción de la Rusia estalinista, tampoco ha conocido Europa semejante proporción durante el siglo XX. Los vascos somos, desgraciadamente, la excepción. Cierro la cajita de los efluvios del pasado mientras la tristeza convive con la desazón. Mientras esto escribo cientos de ciegas, «frías y oscuras», servirán de refugio a otros tantos compatriotas. «La ventana abierta deja paso entre los barrotes al aliento de la noche», escribía desde la prisión de Málaga el preso Josetxo Etxeberria. ¿Qué ser humano es capaz de organizar semejante castigo? Sólo los monstruos habitan en el infierno, en este tercer planeta del sistema solar. El cura de Mendavia lo contó hace ya muchos años.