Pocas realizadoras han debutado con una ópera prima tan remarcable como Courtney Hunt, que exhibe un pulso cinematográfico innato para dar un enfoque sensible al cine social, con todo lo que de difícil tiene el conciliar una historia de amistad femenina e interracial con la problemática de la inmigración ilegal. Al concederle el Premio Especial del Jurado en Sundance, Tarantino dijo que era una rotunda crónica de la pobreza en Norteamérica.

«Frozen River» es una película necesaria en los tiempos de crisis económica que corren, porque nos recuerda que los pobres todavía son más pobres de lo que ya lo eran en la nación más poderosa del mundo. Allí sucede algo parecido a lo que el inglés Ken Loach contaba en «En un mundo libre», por cuanto la miseria alcanza por igual a los blancos, a las minorías étnicas y a los inmigrantes. La mujer que no puede pagarse la vivienda por culpa de un marido ludópata, en su desesperación, y antes de ver a su familia en la calle, recurre a pasar clandestinos por el helado río San Lorenzo, en la frontera entre el estado de Nuevo York y Québec.

Lo que cambia en «Frozen River» es el mensaje solidario, salvado gracias a la fuerte entente que acaba surgiendo entre la mujer blanca y la india mohawk, que son víctimas de un sistema que convierte en delincuentes a los marginados por carecer de un trabajo y de un hogar estables. En el caso de las comunidades nativas existe además el aislamiento cultural, mostrado por Courtney Hunt en la práctica imposibilidad de integración para los habitantes de la reserva mohawk, confinados en un territorio fronterizo que, aparte del contrabando, les deja muy otros pocos recursos.

El reflejar tan complejos aspectos dentro de los límites de una ficción de hora y media de duración supone un enorme mérito, sin que nos olvidemos además del retrato de la relación personal entre las dos protagonistas, que desde la mirada inicialmente externa desemboca, por último, en un estrechamiento de lazos más duradero, entrañable y vital.