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Día mundial de lucha contra el sida

El VIH no distingue qué grupos son de riesgo

Las estadísticas que estos días dan a conocer los responsables sanitarios apuntan a que las infecciones por VIH van al alza. Hablan de relajación, de pérdida de miedo a una enfermedad ya cronificada. Y se suelen dirigir a «colectivos con prácticas de riesgo». GARA recoge tres historias, tres nombres sin rostro, que reflejan experiencias muy singulares.

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Joseba VIVANCO

Día Mundial de Lucha contra el Sida: 1 de diciembre. Hace un año, es probable que Rosmery, Isabel y Jon leyeran u oyeran algo sobre esta jornada de concienciación sobre una epidemia que, por desgracia para ellos, suele ser silenciosa el resto del año. Por desgracia porque ellos son los tres últimos infectados que han llamado a la puerta de la asociación Itxarobide, en Bilbo. Allí, en una habitación de apenas diez metros cuadrados y cuyas paredes son testigos mudos de decenas de historias parecidas a las suyas, Udiarraga García les escucha al otro lado de una mesa de apenas medio metro de anchura. Como en el anuncio, es en esa distancia corta donde ambas partes se la juegan. «Es la grandeza y la pequeñez de trabajar en un sitio tan pequeño», apunta esta conocida activista contra el sida. Ellos son tres de esos 190 nuevos infectados contabilizados por Osakidetza en lo que va de año. No responden a un patrón determinado, no son fieles a un perfil prefijado. Cada uno de estos tres casos revelan algo que saben quienes trabajan a este nivel de implicación con portadores y enfermos: que las campañas generalistas no sirven.

«Es difícil que una persona que acaba de enterarse de que se ha infectado entre por la puerta de una asociación. Por eso, es fundamental la coordinación con los hospitales o los sitios donde se hacen los diagnósticos», explica Udiarraga García, también ahora al otro lado de la mesa. A este lado se sientan desde hace unas semanas estas tres nuevas caras del VIH. Pero hoy no están aquí, no se ven sus rostros, porque el sida es una enfermedad para la que después de 25 años la sociedad sigue sin hallar la vacuna que la protega de la estigmatización. Nadie va diciendo por ahí que es seropositivo; a veces, ni siquiera a su familia. Son las nuevas caras del sida, pero no las vemos.

«No tenía preguntas, sólo miedo»

Hace dos semanas llamaron a Itxarobide desde el Hospital de Galdakao. Una chica de 21 años, boliviana, con un hijo de cinco años, había dado positivo. Sólo lloraba. «No conseguían que se acercara a la asociación, así que una compañera nuestra fue allí. Se impresionó. Parecía que tenía 15 años. Sólo preguntaba qué iba a ser de su niño. En un momento, le preguntó quién era y mi compañera le dijo que llevaba 22 años infectada. La chica lloraba sin parar y miraba hacia el suelo; entonces, fue decir eso y mirarle a la cara. No sé, debió pensar que tenía cuernos o así. Aquella chica no tenía ni idea de lo que era el sida», relata.

Su hijo no era portador. Se alivió al saberlo. Ella lo había «cogido» en casa. «No había ni que preguntar cómo se había contagiado», apuntilla García. «Sólo pensaba en que tendría que volver a su país, porque aquí no la iba a querer nadie», añade. En las posteriores visitas a la asociación, «no tenía muchas preguntas, pero sí un miedo terrible que le va a durar mucho tiempo». Y es que, como afirma esta representante de Itxarobide, «estamos ante un pack muy completo: joven, sin ninguna información y con un hijo, y con el deseo de separarse de su pareja». No es de extrañar que sólo pensara en que, con 21 años, su vida afectiva y sexual se había acabado para siempre.

La todavía en ciernes experiencia de Rosmery no tiene nada que ver con la pesadilla con la que Isabel, a sus 54 años, se despertó hace poco más de un mes. Un catarro que duraba demasiado y su condición de enferma de hepatitis C aconsejaron que, por precaución, se hiciera la prueba del VIH. «Ella se reía un poco... A estas alturas de su vida...», rememora Udiarraga García. Pero le dio positivo. Casada y con una hija de 20 años, ambos libres del virus, sólo pensaba en cómo se había contagiado.

El estudio de sus defensas apuntaba a que fue hace más de veinte años cuando se infectó, antes de casarse. «Ése es su machaque personal, por mucho que le digamos que eso ahora ya no importa», detalla. «Lo que le decimos es que ha tenido mucha suerte, porque con veinte años siendo portadora y sin saberlo, sin medicarse, la mayoría estarían muertos», explica.

Sus defensas, ya muy bajas, han aconsejado ponerse de inmediato con el tratamiento. Llevan ya un mes con ella. «Los primeros días fueron terribles... Preguntarse por qué le ha pasado... Pero estamos haciendo un trabajo muy bueno, muy cercano, con ella y con su familia, porque así lo ha querido. No es fácil compartirlo con ellos, hay mucho miedo, es una enfermedad que sigue sonando muy mal. Cuando le dices a alguien que lo comparta con su madre, su hermana, su marido... tienen miedo. Pero a ellos, el contarlo, les ha unido mucho».

A Rosmary y a Isabel, sus positivos les cogieron por sorpresa. Ni siquiera estaban entre aquellas personas -que no grupos- con conductas consideradas de riesgo. El sida no iba con ellas; como sucede con la mayoría. Pero dentro de ese amplio abanico de perfiles que esta infección presenta, también está el de quien, a ojos del resto de la sociedad, juega con fuego y, al final, se quema. En Itxarobide, entre quienes escuchan al otro lado de la mesa no se juzga a nadie.

Jon es gay. Treinteañero. Vino a la asociación hace casi tres meses. Fines de semana entre cocaína y mucho alcohol, un cóctel que muchas veces termina bajando la guardia y lleva a dejarse en el bolsillo el preservativo. «Seguramente, esta persona, un martes por la tarde, cuando va a la sauna, se pone el preservativo. Pero hay unas piedras que van en la mochila, como son la fiesta, las drogas, que anulan la voluntad de uno. Que no digo que sea mejor ni peor, pero sí que es lo que hay».

Su caso no les es extraño a las asociaciones que trabajan en la lucha contra el sida. «Es gente que sabe que tiene muchos boletos, al contrario que los casos de las dos mujeres. Sabía que le iba a pasar, pero lo estaba alargando». Hasta que se hizo al prueba. E, igualmente, «se le cayó el mundo encima».

Curiosamente, este tipo de nuevo infectado es mucho más difícil de ayudar y acompañar. «Es gente que casi lo asume, gente que está informada, que conoce ya a alguien con el virus. Su miedo -esto llama la atención- es a lo conocido, justo lo contrario de los otros casos de los que hablamos, que es a lo desconocido».

Capacidad para organizarse

Estas tres historias tienen, cada cual, su particular enfoque, su singular cara a cara a ambos lados de esa simbólica mesa. Cada caso es un mundo. «Y aquí el arte de saber preguntar cuenta mucho. Lo que te dan los años de estar aquí, eso no se compra en El Corte Inglés», confiesa Udiarraga.

«Hay muchos perfiles, no sólo uno», insiste esta activista vizcaina que sigue impresionándose con cada vivencia que se le sienta delante. Como la de un joven de sólo 17 años que vino hace unos meses, contagiado por sus conductas de riesgo, y cuyo padre, heroinómano, murió también de sida años atrás. «Había crecido conociendo esta historia. Chocaba ver cómo sabía del tema, con qué madurez se lo tomaba...». Tampoco puede evitar un comentario de otra de las muchas caras del sida: «¿Y su madre? Pobre mujer... Primero el padre y ahora el hijo».

Una veteranía que te da la capacidad de encarar a cada nueva persona que atraviesa la puerta de una asociación como la de Itxarobide o tantas otras. Quizá, quién sabe, la próxima sea una de esas anónimas mujeres, amas de casa, sobre las que Udiarraga empieza a llamar la atención en conversaciones con otros colegas del activismo o con los propios especialistas médicos.

«Se habla mucho del aumento de casos en el colectivo homosexual, pero yo sí llamaría la atención sobre otro grupo en el cual hay muchas infectadas que ni siquiera lo saben o no lo acaban de saber en sus casas. Es el perfil del ama de casa, ya de una edad, a la que le ha contagiado su pareja, y que podrá comenzar un tratamiento, pero que nunca va a acudir a una asociación a pedir ayuda», advierte. «El colectivo gay está muy preparado, se ayudan mucho entre ellos, pero las amas de casa no lo son, no tienen esa capacidad de organizarse», alerta.

Son nuevos perfiles. «Y las campañas como éstas últimas de la prueba del sida no son la solución. Esto es mucho más profundo y hay que poner muchas más energías en recoger, identificar e individualizar», recapitula esta activista mientras espera que otra mano temblorosa llame a la puerta.

 

Los «viejos» infectados empiezan a mostrar cansancio tras veinte años de pastillas

Forman parte de la generación de los años sesenta. Se contagiaron en los ochenta. Llevan veinte con un tratamiento diario de pastillas. Y empiezan a mostrar cansancio. Lo dice Udiarraga García: «Yo los llamo `los viejos tomadores de pastillas'. Están por encima de los cuarenta años, han rehecho su vida, tienen familia, pero por edad están empezando a asemejarse a personas que tienen quince años más que ellos». Un cansancio ante una «quimioterapia» de por vida, que se une a los achaques propios de esa «vejez prematura». Estamos ante un incipiente perfil; otro más. J.V.

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