Territorio PJAK: viaje al núcleo de la resistencia kurda de Irán
El PJAK (Partido por una Vida Libre en Kurdistán) lucha desde el macizo de Qandil contra la política de asimilación orquestada por el Gobierno de los ayatolás de Teherán. Comparten tanto las tácticas como la ideología del PKK. Hay quien dice que se trata de la misma gente.
Karlos ZURUTUZA | Montes Qandil
Me apuesto el cuello a que no tenéis ni idea de dónde estamos», bromea Welat, un lugareño de Qandil, mientras nos conduce carretera arriba en su 4x4. Welat juega sobre seguro ya que esto no es más que una carretera perdida de una zona que, probablemente, jamás haya sido cartografiada correctamente. Y es que estas montañas constituyen la frontera natural entre Turquía, Irán e Irak atendiendo a los mapas convencionales, y el mismísimo corazón de esa entidad no reconocida a la que llamamos Kurdistán, si conseguimos olvidarnos por un momento de la tiranía geopolítica.
Los kurdos que controlan la región se jactan de que «ni Alejandro Magno ni Saddam Hussein llegaron nunca a controlar este territorio indómito». Difícil, pues, trazar las líneas de un mapa sobre estos valles de piedra.
Tras dos horas de ascensión desde la localidad de Qaladidza (Kurdistán Sur), nos cruzamos con un vetusto camión cisterna amarillo. A pesar de lo espectacular de la vista sobre las montañas y el desierto de Kurdistán Sur al fondo, su conductor está concentrado en su penoso descenso. No ha de ser fácil conducir semejante «monstruo» ladera abajo por una carretera que, literalmente, se deshace bajo tus ruedas.
Después de pasar el último puesto de control del Gobierno kurdo en Irak, llegamos a una aldea que, según Welat, vive casi exclusivamente del contrabando de gasolina. No hacía falta ni mencionarlo: Un grupo de mujeres recoge unos cuantos bidones vacíos de una enorme pila a la entrada del pueblo. Un poco más adelante, los hombres cargan sus mulas con los recipientes de plástico. A continuación, las caravana de animales se dirige ligera hacia un camino que se pierde en el bosque, y se cruza con otra con la cabeza gacha por el peso de la gasolina iraní que transporta sobre sus lomos. Obviamente, nos encontramos ya en algún lugar cercano a la frontera persa.
Enseguida reparamos en que el camión cisterna amarillo con el que nos hemos cruzado no había venido a repartir su carga, sino que bajaba repleto de miles de litros de combustible, descargados desde otros tantos miles de bidones.
«Si no fuera por los bombardeos, esta gente tendría una vida bastante digna», asegura Welat, mientras observamos la febril actividad de una familia que descarga los bidones de sus mulas. Porque, al igual que el combustible, las bombas llegan también desde el otro lado de la frontera. A simple vista, sólo las manchas negras dejadas por los proyectiles indican la situación de muchas de estas aldeas de color tierra.
«Cuando oímos las explosiones corremos hacia la carretera y esperamos allí hasta que pasa todo. A veces pueden ser días enteros», se queja Hassan, uno de los lugareños. «Los persas dicen que bombardean exclusivamente los campamentos del PJAK, pero es mentira; las bombas caen a cualquier hora y en cualquier sitio», continúa este hombre vestido con el salwar, el pantalón bombacho tradicional, y que vive del contrabando de líquido inflamable en una zona que parece arder con demasiada facilidad.
Sea como fuere, no hay duda de que quien controla este valle es la guerrilla kurda a la que hacía mención Hassan. Los contrabandistas han de pagar una tasa por cada mula cargada, un impuesto que el combatiente-cobrador justifica por la «conservación de la ruta libre de islamistas radicales».
Ocalan, presente
Pero si algo evidencia aún más la presencia de la guerrilla del PJAK en este valle es un puesto de control, a poco más de un kilómetro del pueblo. Una caseta flanqueada con sendas banderas amarillas con el rostro de Abdullah Ocalan, fundador y líder del PKK prisionero en Turquía, en la que hacen guardia dos guerrilleros.
Welat, nuestro conductor, saluda cortésmente al centinela del checkpoint y le indica que sus pasajeros son sahafine (periodistas). Éste mira por la ventana el interior del vehículo y nos saluda con un herati («bienvenidos», en kurdo), posando su mano derecha a la altura del corazón. Justo ahí lleva una insignia con el mismo rostro de Ocalan de las banderas que hay a su espalda; un símbolo comparable, para los kurdos, al retrato del Che, visible en un mural sobre una roca cercana. Justo al lado, sobre la ladera de la montaña, se despliegan las siglas «PJAK», escritas con piedras pintadas de blanco.
Poco después llegamos a la primera aldea «oficialmente» controlada por el PJAK. Welat nos invita a tomar el té en su casa, donde Biryar Gabar, comandante del PJAK, nos espera junto a otros dos guerrilleros.
Según los fundadores del PJAK, éste dio sus primeros pasos en 1997 como un movimiento estudiantil pacífico antes de constituirse oficialmente en 2004 como partido afiliado al PKK. Al parecer, el grupo tuvo su inspiración en el establecimiento del Gobierno Autónomo de Kurdistán Sur, así como en la lucha del PKK en Turquía. Una de las primeras iniciativas del PJAK fue la de boicotear la campaña que pretendía rebautizar a los kurdos de Irán como «persas étnicos» o «arios». Después de diversos ataques sufridos por activistas e intelectuales kurdos, el PJAK se trasladó a la relativamente segura región de Qandil, en Kurdistán Sur, a pocos kilómetros de la frontera persa.
La guerrilla del PJAK está compuesta en su mayoría por kurdos de Irán, la mitad de los cuales son mujeres. En su página web (www.pjak.org), el PJAK asegura que sus operaciones no están dirigidas tanto a atacar posiciones militares iraníes como a defender la actividad de sus intelectuales y demás activistas civiles.
Amnistía Internacional ha denunciado que Irán ejecutó a cinco kurdos en Irán el pasado mes de julio, uno de los cuales tenía 15 años. La ONG añade en dicho informe que la República Islámica ocupa el primer puesto en ejecuciones de menores por delante de Sudán, China y Pakistán.
Al igual que el combustible, las bombas llegan también desde el otro lado de la frontera. «Las bombas caen a cualquier hora y en cualquier sitio», dicen los lugareños.