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Fede de los Ríos

La hipertrofiada próstata del amante de los Papas

Vanos los intentos de las monjitas-buitre gobernadoras del hospital donde ingresaron a Gramsci para morir, su hermano Carlo, presente en su muerte, relató que tras el último intento para que se convirtiera reaccionó girándose hacia el muro

Las ocurrencias de los que padecen de idiocia no dejan de asombrar, al tomar a los demás por imbéciles.

El arzobispo Luigi De Magistris, que fuera miembro del Santo Oficio y responsable del Tribunal Vaticano de la Penitenciaría Apostólica, amante de todos los papas, en especial de Pío XII (lo describe como «un señor, un grandísimo señor», mientras sus ojos se entornan y aparece un mohín en sus finos labios), el pasado martes, en el acto de presentación del nuevo Catálogo de santos y estampitas, confiesa que el filósofo, político, pedagogo y teórico del marxismo Antonio Gramsci, encontró la fe y, justo antes de morir, en 1937, pidió besar la estampita de Santa Teresita del Niño Jesús.

Hay que joderse con la pérfida y grotesca maldad de los idiotas asotanados. Uno no puede ni morirse. Gramsci, insistió De Magistris, «murió con los sacramentos y volvió a la fe de su infancia. La misericordia de Dios santamente nos persigue. El Señor no se resigna a perdernos». Resulta extraño que Gramsci, concibiendo la religión como «la infancia de la Humanidad», postulando a la filosofía de la práctica (el marxismo) como «antitética de la ideología católica» y definiendo a los «católicos integrales» como a monstruos, pocos meses antes de morir, pida una estampita de la tal Teresita del Niño Jesús.

Una de las proezas de la pequeña Tere: señala ella misma en sus confesiones, dando muestra en primera persona de un impresionante testimonio de santidad: «En el lavadero mi compañera de trabajo sacudía la ropa con tal fuerza que me salpicaba de jabón la cara. Esto me hacía sufrir, pero jamás le dije nada al respecto, y así ofrecía este pequeño sacrificio por los pecadores». Éstos, ni que decir tiene, daban volteretas hacia atrás con doble tirabuzón, cada vez que una gota de jabón Chimbo aterrizaba en los entrecerrados ojos de la futura Doctora de la Iglesia. Algunos, los más pecaminosos, pedían que cambiaran el jabón por sosa cáustica, para mayor santidad de la niña. Otros, los más light, se decantaban entre Mimosín y Norit, el del borreguito.

No era suficiente que uno de los más importantes pensadores que ha tenido Europa, hombre de moral intachable, parlamentario que denunció la alianza entre la Iglesia y el régimen fascista italiano sancionada definitivamente mediante el Concordato de 1929 entre Mussolini y Pío XI, pasara en las cárceles fascistas sus últimos años, contrayendo las enfermedades que acabaron con su vida. Vanos los intentos de las monjitas-buitre gobernadoras del hospital donde ingresaron a Gramsci para morir, su hermano Carlo, presente en su muerte, lo relató: «Tras el último intento para que se convirtiera, reaccionó girándose hacia el muro».

No era bastante molestarlo en sus últimas horas. Era necesario mear sobre su memoria, con esa orina corrosiva, agridulce y maloliente característica de la curia vaticana. Al no poder atacar su obra, estos impotentes de la razón aflojan la próstata sobre el hombre, dejando caer ridículas gotas de su divina miseria.

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