A sus 40 años ha cumplido su sueño. De pequeña no tuvo la oportunidad de hacerlo, de adolescente tampoco. No tenía ni tiempo, ni dinero ni medios para hacerlo. Su jornada comenzaba de madrugada y no acababa hasta bien entrada la noche. «Todos los días el mismo ritual, sin variaciones, sin días festivos, sin descansos. Es la lucha diaria del pobre», afirma con resignación. Su vida cotidiana no ha variado ni un ápice, pero ella ya no es más la misma, ni lo será. Su rostro refleja la satisfacción de haber cumplido uno de sus deseos más anhelados. A partir de ahora, no tendrá que depender de la disponibilidad y voluntad de otros para descifrar lo que dice ese trozo de papel. Podrá saber a ciencia cierta lo que firma sin temor a ser engañada o manipulada. Y, sobre todo, podrá firmar los informes escolares de su hijo y enviarle un mensaje escrito a su profesora sin tener que recurrir a extraños. Podrá leer, podrá informarse y decidir por sí misma. Ya no engrosará la larga lista de iletrados.

En su clase, se pudo ver reflejada en el rostro de cada uno de sus compañeros, desprendiéndose de la vergüenza por no haber podido asistir a la escuela. No sólo ha aprendido a leer y escribir, también ha ganado en autoestima, en confianza, en seguridad y en libertad.

Tras mes y medio -casi dos- de convivencia, todos ellos regresarán a sus casas con ese pequeño y, al mismo tiempo, valioso tesoro que nadie les podrá arrebatar. Eso sí, deberán cuidarlo, cultivarlo y afianzarlo cada día para hacerlo más fuerte, más extenso. La fórmula ha sido sencilla: Voluntad, personal y política, y un sencillo método llamado «Yo sí puedo», que combina números y letras con diálogos y contextos ajustados a las realidades locales.

Es un tesoro que les abrirá las puertas hasta ahora negadas. Cuba, Venezuela, Bolivia ya lo han probado. Paraguay, Nicaragua, Argentina, Nueva Zelanda y una decena de naciones africanas siguen sus pasos.

Un «Yo sí puedo abierto» a todo el mundo.