ANÁLISIS Manifestación en Bilbo
Cerrar el Guantánamo vasco
Los manifestantes de ayer en Bilbo eran muchos, muchísimos para una época de escasa movilización ciudadana y tras un atentado que sin duda hizo retraerse a más de uno. Otra cosa es la efectividad. Por ejemplo, lo que sucede en estas cárceles y comisarías no está tan lejos de lo que pasa en Guantánamo o en Abu Ghraib, pero el mundo lo ignora por completo. A Zapatero le salen las cuentas con la represión.
Ramón SOLA
La opinión pública internacional está poniendo el grito en el cielo ante la posibilidad de que se aplique una condena de tres años de cárcel al periodista iraquí que arrojó sus zapatos al ocupante George Bush. En Euskal Herria tal cosa no resultaría para nada escandalosa. A una vecina de Lizartza le acaban de imponer más de cuatro años por su propio «zapatazo» a una concejal del PP impuesta desde Madrid (blandió un palo ante ella sin llegar a tocarla, según recoge la sentencia de la Audiencia Nacional). Pero la comunidad internacional nunca podría indignarse ante un caso como éste -pan nuestro de cada día con el que se van llenando las cárceles en una carrera imparable-, simplemente, porque lo desconoce.
Tampoco conoce las últimas denuncias espeluznantes de torturas ni vio la imagen de Unai Romano que habría dado sin duda la vuelta al mundo. De modo que no se ha interesado nunca por saber quién es el Dick Cheney que toma la decisión política de aplicar «la bolsa» a los detenidos vascos, mientras que el original asume haberlo hecho en Guantánamo o Abu Ghraib. El mundo también ignora que Euskal Herria sufre el mayor ratio policial de Europa, que hay más presos que nunca, que Joxe Mari Sagardui, Gatza, es el prisionero más antiguo de Europa con 28 años entre rejas, que a los últimos detenidos se les van a aplicar condenas de 60 años (40 de prisión y 20 de control externa) o que se ha vetado hasta un partido como ANV que fue buque insignia antifranquista.
Todo esto lo tapa algo que sí sabe todo el mundo: que Euskal Herria es el único lugar de Europa en que actúa una organización armada. Las imágenes en directo de la bomba de ETA que destrozó la sede de EITB sí que han llegado, lógicamente, a todo el planeta.
Washington, como Madrid, decide su estrategia contra la disidencia en función de su hoja de cálculo política, y de nada más. Si en este momento los nuevos mandatarios estadounidenses han decidido cerrar Guantánamo no es por una cuestión de ética, sino de rentabilidad, de pros y contras, de correlación de fuerzas en definitiva. La nueva administración ha percibido que la pérdida de imagen y la presión interna y externa le eran más costosas que los beneficios que se obtenían con ello. Las cuentas de Bush y Cheney ya no le salen a Obama.
En Euskal Herria, por contra, la represión no sólo se mantiene en sus términos históricos, sino que se acelera de forma imparable. Parece evidente que a Zapatero y Rubalcaba les salen los mismos réditos que a Aznar y Mayor Oreja, dado que han sido ellos -los «progresistas» españoles- quienes han decidido acometer más ilegalizaciones, más vetos, más imputaciones construidas, más cadenas perpetuas de facto. Y su ecuación resulta clara: a más ilegalizaciones de partidos, menos debate político incómodo; a más cárcel y más tortura, más enfrentamiento armado; y a más enfrentamiento armado, más desunión en Euskal Herria, más inmovilismo en España y más desatención internacional hacia Euskal Herria.
Que el adversario sea el que apueste hoy día por la espiral represiva es un dato que no se debería perder de vista.
Miles y miles de personas exigieron ayer en Bilbo que se cierre el Guantánamo vasco. Son muchas y están cargadas de razones, y por eso resulta especialmente injusto y triste que se les oiga tan poco, que la correlación de fuerzas sea tan adversa que estas movilizaciones puedan llegar a entenderse como una mera liturgia anual.
Con el aliento de ayer, desde hoy hay un reto pendiente que reclama reflexión: ganar eficacia frente al Guantánamo gigante que encierra a personas y encarcela los derechos de todo un pueblo. No sólo es un deber de humanidad hacia un colectivo de más de 750 personas, sino que sobre todo es un paso necesario para que a Madrid y París dejen de salirles las cuentas y tengan que hincarle el diente a un debate político más maduro que nunca.