Jean-Claude Paye sociólogo
El caso de Tarnac: un orden de derecho psicótico
El caso de Tarnac es ejemplo de un proceso rápido de subjetivación del orden jurídico. Se persiguió por terrorismo no sobre la base de un delito material determinado, sino en función de una virtualidad construida por el imaginario del poder. El 11 de noviembre de 2008, en el marco de «la operación Taïga», 150 policías rodearon Tarnac. Simultáneamente, hicieron registros en Rouen, París, Limoges y Metz. La interpelación de diez jóvenes es ante todo un espectáculo destinado a crear el temor.
Su arresto estaría relacionado con actos de sabotaje de las líneas de la SNCF, que causaron, el 8 de noviembre, el retraso de algunos TGV de la línea París-Lille. Los actos malintencionados, el arrancamiento de varias catenarias, fueron calificados de terroristas, a pesar de que en momento alguno amenazaron la vida humana. La acusación, que afirma disponer de numerosos indicios, particularmente escritos y la presencia de cinco sospechosos cerca de las líneas saboteadas en el momento de los hechos, reconoce no tener ningún elemento material de prueba.
Es su perfil lo que justifica la inculpación. Fueron arrestados porque «mantienen discursos muy radicales y vínculos con grupos extranjeros», y menciona entre ellos que «participan de forma regular en manifestaciones políticas», por ejemplo: «en las marchas contra el fichero Edvige y contra el reforzamiento de las medidas sobre inmigración». En cuanto a su lugar de residencia, se designa como un «lugar de agrupamiento, de adoctrinamiento, una base de retaguardia para las acciones violentas».
Aunque serían «los duros de una célula que tenía como objetivo la lucha armada», la mayoría fueron liberados inmediatamente, algunos condicionalmente y otros asignados a residencia, pero quedaron inculpados. Sólo el «jefe» y su acompañante permanecerán encarcelados. Este 26 de diciembre la Corte de Apelación de París ha anuló, a requerimiento del Ministerio Fiscal, la orden de puesta en libertad de Julien Coupat. La petición de liberación de su acompañante había sido previamente rechazada.
El discurso del poder procede a un doble desplazamiento: de simples actos de sabotaje, como puede haberlos, por ejemplo, en un movimiento social, son calificados de terroristas y estos actos son necesariamente atribuidos a los jóvenes de Tarnac, a pesar de que la Policía reconoce la ausencia de cualquier elemento material de prueba. La imagen del terrorismo erigida por el poder crea una realidad que sustituye a los hechos. Éstos no son negados, pero les es denegada toda capacidad explicativa. Los actos de sabotaje no pueden ser sino un hecho de personas designadas como terroristas. El acto de denominar, anterior a cualquier procedimiento de evaluación objetiva, invierte ésta y la encierra en la imagen, en una forma vacía.
La ausencia de elementos materiales que permite perseguir a los inculpados no es negada, pero la necesaria prevalencia de los hechos es invertida aprovechando la preeminencia de la imagen construida por el poder. La postura de Madame Alliot-Marie, recogida en un informe de la Direction Centrale du Renseignement Intérieur, es particularmente interesante: «Han adoptado el método de la clandestinidad», asegura la ministra. «Nunca utilizan teléfonos móviles y residen en aquellos puntos donde es muy difícil para la policía dirigir las búsquedas sin pasar desapercibida. Se las arreglaron para mantener, en la ciudad de Tarnac, relaciones amistosas con gente que podía advertirles de la presencia de extraños». Pero la ministra reconoce: «No hay rastro de atentados contra personas».
Estas declaraciones resumen bien el conjunto del caso. Lo que convierte a estos jóvenes en terroristas es su modo de vida, el hecho de que quieran escapar de la máquina económica y que no adopten un comportamiento de sumisión «proactiva» en los procedimientos de control. No tener teléfono portátil se convierte en un indicio que establece las intenciones terroristas. Restablecer el vínculo social es igualmente un comportamiento incriminatorio, puesto que esta práctica reconstruye el vínculo simbólico y permite colocar un muelle en el despliegue de la omnipotencia del Estado.
En las declaraciones de Madame Aliot-Marie, la referencia a los hechos, en ausencia de cualquier indicio material probatorio, no puede ser integrada racionalmente, y engendra la fase del delirio, una reconstrucción de la realidad con la imagen del terrorista como soporte.
Este proceso es igualmente visible en los informes policiales, en los cuales opera, a nivel de lenguaje, toda una reconstrucción fantasmal de la realidad. Así, como indicio material probatorio de la culpabilidad de los inculpados, la Policía habla de «documentos que precisan las horas de tránsito de los trenes, municipio a municipio, con horario de salida y llegada en las estaciones». Un horario de la SNCF se convierte así en un documento particularmente inquietante, cuya posesión implica necesariamente la participación en deterioros contra la compañía de ferrocarriles. Así mismo, una escalera se convierten «material de escalada» y, así, su posesión es un elemento de cargo.
Esta construcción psicótica no es un simple hecho de las autoridades francesas. Es compartida por Bélgica. El 27 de noviembre tuvo lugar una detención, registros e incautaciones en casa de los miembros del comité belga de apoyo a los inculpados de Tarnac. El mandato de registro mencionaba la «asociación de malhechores y deterioros en grupo». Poseer documentos relativos a un comité de apoyo, según el informe del momento, puede autorizar persecuciones y, en todo caso, asocia a sus poseedores con la investigación llevada en Francia.
La puesta en escena de la detención y de la inculpación de los «autónomos de Tarnac» es un fenómeno que revela no solamente un cambio radical del orden jurídico, sino también una mutación más profunda, la del orden simbólico de la sociedad. La inversión del rol de la ley es en sí mismo el fenómeno de una perversión de la ley simbólica.
Los procedimientos puestos en escena representan uno de los aspectos más significativos de la tendencia imprimida por la «lucha contra el terrorismo», a saber, que un individuo es señalado como terrorista no porque haya cometido unos actos determinados, sino simplemente porque es denominado como tal.
El poder tiene la posibilidad de crear una nueva realidad, una virtualidad que no suprime, sino que suplanta los hechos. La debilidad del movimiento social, la quiebra de la función simbólica explica la falta de freno a la omnipotencia del Estado, que se muestra como imagen globalizante, como figura maternal. A un orden social neurótico que se revela contradictorio lo sustituye una estructura psicótica, un orden que suprime todo conflicto, toda posibilidad de confrontación subjetiva.
El caso de los «autónomos» de Tarnac no tiene gran cosa que ver con la vieja noción de enemigo interior y la estigmatización tradicional de los opositores políticos. Aquí no se ataca a una ideología determinada, a una forma de conciencia, sino simplemente al cuerpo, a unos comportamientos, a la negativa a abandonarse a la maquinaria económica. No se trata entonces de desmantelar una vanguardia, sino de mostrar que el rechazo al hacer del dinero, a evitar los dispositivos de control o la voluntad de rehacer las relaciones sociales constituyen una forma de infracción, la más grave que existe en nuestra sociedad, un acto terrorista. Esto concierne a todos y cada uno, y no solamente a una minoría.