Mikel Arizaleta traductor
El paseo de Darwin por Bilbo
En su doscientos cumpleaños, nos lo presenta un alumno de los escolapios, el paleoantropólogo bilbaino Juan Luis Arsuaga. Luego continúa su explicación el biólogo darwiniano Francisco J. Ayala. «Siento verdaderamente que la conclusión fundamental a la que ha llegado este libro, esto es, que el hombre desciende de una forma inferior organizada, resulte a muchos altamente desagradable», sostiene Charles Darwin en su libro «El Origen del hombre». Y Arsuaga, pasando por Atapuerca y con su libro «La especie elegida» bajo el brazo, vino a la biblioteca de Bidebarrieta a ratificar ese descubrimiento del viejo profesor inglés del siglo XIX, dibujando suaves sonrisas en los oyentes: la evolución era ya un hecho constatado por Jean Baptiste de Lamarck, la selección natural es la teoría darwiniana explicativa de ese fenómeno. Y en la ciencia una teoría es una explicación elaborada, incluye observaciones, hechos, leyes, inferencias e hipótesis comprobadas. No es ni una conjetura ni, tampoco, una corazonada. «Charles Darwin no inventó la idea de la evolución, lo que aportó en «El origen de las especies» fue una poderosa teoría sobre cómo podía producirse la evolución por mecanismos puramente naturales». (David Quammen).
La Biblia, que según judíos y cristianos fue inspirada por Yahvé/Dios, atribuye la existencia del Universo a la intervención divina, y la explica apelando a fantasías, parábolas, mitos, simbolismos, metáforas... Asegura que hace unos seis mil años, y en seis días laborables, Yahvé/Dios creó el cielo y la tierra, los mares, el sol, la luna y las estrellas, los vegetales, los peces, las aves, los animales terrestres... y a Adán, el hombre, con polvo del suelo, y a Eva, la mujer, manipulando una costilla que extirpó al varón mientras dormía... El hombre/mujer, víctima de una comprensible curiosidad ante la pujante y bulliciosa naturaleza que le rodeaba, quebrantó las órdenes de Yahvé/Dios y éste, en venganza, transformó su gozosa estancia en el Edén en un doloroso e inexorable caminar hacia la muerte. El «magnánimo» creador implicó en el castigo a toda la especie humana a través del «pecado original», que heredamos al nacer, así resumirá brillantemente Juan Mari Eskubi en obra inédita lo que se viene denominando creacionismo o teoría del diseño inteligente. Tesis animista, que tratando de anclar a un Dios omnipotente y bueno como hacedor del mundo, a la vista de las calamidades reinantes termina convirtiéndolo en una mala bestia, en tirano, déspota y abortista de magnitud gigantesca.
La revolución copernicana consistió en desplazar la Tierra de su lugar, anteriormente aceptado como centro del universo, situándola en un lugar subordinado, como un planeta más que gira alrededor del sol. Revolución llevada a cabo mediante su teoría heliocéntrica del sistema solar. La revolución darwiniana consiste en el desplazamiento de los humanos de su eminente posición como centro de la vida sobre la Tierra, con todas las demás especies creadas al servicio de la humanidad. Revolución originada por la teoría de la evolución orgánica. O, con otras palabras, con Copérnico y Darwin (Kepler, Galileo, Rusell Wallace...) se originó la revolución científica. Los fenómenos del Universo pasaron definitivamente a ser dominio de la ciencia: se explicó a través de leyes naturales. «Darwin extendió a la biología la noción de naturaleza como un sistema de materia en movimiento que la razón humana puede explicar sin recurrir a agentes extranaturales», explican nuestros científicos. Nada tiene sentido en biología excepto a la luz de la evolución, había escrito ya el genetista y gran evolucionista Theodosius Dobzhansky.
Los organismos vivientes llevaban existiendo sobre la Tierra, sin saber nunca por qué, durante más de tres mil millones de años, antes de que la verdad, al fin, fuese comprendida por uno de ellos. Por un hombre llamado Charles Darwin. «No la evidencia de la evolución, sino la teoría de la selección natural es la contribución más transcendente que Darwin hizo a la ciencia», continúan. Explicó el diseño de los organismos, su complejidad, diversidad y maravillosos ingenios como resultado de procesos naturales. Con Darwin todos los fenómenos naturales, inanimados o vivos, se convirtieron en tema de investigación científica para dejar de ser fantasías de magos, curas y espíritus iluminados por Dios. El diseño de los organismos, tal como éstos existen en la naturaleza, no es un «diseño inteligente», impuesto por Dios como supremo ingeniero o por los humanos, sino que es el resultado de un proceso natural de selección, que fomenta la adaptación de los organismos a sus entornos. Así es como funciona la selección natural. «Los individuos que tienen variaciones beneficiosas, es decir, variaciones que mejoran su probabilidad de supervivencia y reproducción, dejan más descendientes que los individuos de la misma especie que tienen menos variaciones beneficiosas», aclaran.
La datación radiométrica indica que la tierra se formó hace alrededor de 4.500 millones de años. «La vida se originó hace unos 3.500 millones de años. Todos los entes vivos han evolucionado a partir de esos comienzos modestos. En la actualidad hay cerca de dos millones de especies conocidas, que son muy diversas en tamaño, forma y modo de vida. Los organismos más complejos aparecieron mucho después, sin la eliminación de sus parientes más simples. Por ejemplo, los primates aparecieron sobre la Tierra sólo hace cincuenta millones de años; los fósiles de homínidos más antiguos que se conocen tienen entre 6 y 7 millones de años de antigüedad; el homo erectus es el primer emigrante intercontinental que hubo entre nuestros antepasados homínidos. Apareció en África y se esparció por Europa y Asia; y nuestra especie, el homo sapiens (risas en la sala) apareció hace menos de 200.000 años», nos narra Francisco Ayala en su libro «Darwin y el Diseño Inteligente». La selección natural no tiene previsión ni opera de acuerdo a un plan preconcebido. Posee cierta apariencia de propósito porque está condicionada por el entorno: qué organismos sobreviven y se reproducen de forma más eficaz depende de qué variaciones posean que sean útiles o beneficiosas para ellos en el lugar y en el momento en que viven dichos organismos. «Cambios medioambientales drásticos pueden, a veces, ser insuperables para los organismos que anteriormente vivían en un ambiente determinado». La extinción de especies es un resultado habitual del proceso evolutivo. Sabemos que más del 99% de todas las especies que alguna vez han existido sobre la Tierra se han extinguido sin dejar descendencia. «Desde el comienzo de la vida sobre la Tierra, hace más de 3.500 millones de años, el número de especies diferentes que han vivido sobre nuestro planeta probablemente supere los mil millones».
El cerebro es el órgano humano más complejo y más distintivo. «Los seres humanos no tenemos cerebro. Somos nuestro cerebro. Cuando le cortan la cabeza a alguien no lo decapitan sino que lo decorporan. Porque es en este prodigioso órgano donde somos, donde se genera nuestra autoconciencia, el `yo' de cada uno. Por tanto, lo que llamamos `yo' no es separable, no es diferente, del cerebro», exclamará el gran neurobiólogo Rodolfo Llinás en su libro «El cerebro y el mito del yo». El cerebro se compone de 30.000 millones de células nerviosas o neuronas con su actividad oscilante y eléctrica. «Desde el punto de vista evolutivo el cerebro animal es una poderosa adaptación biológica; permite que un organismo obtenga y procese información sobre las condiciones medioambientales y luego se adapte a ellas». Esta capacidad ha sido llevada al límite en los humanos, en los que la extravagante hipertrofia del cerebro hace posible el pensamiento abstracto, el lenguaje y la tecnología. Así, la humanidad ha entrado en un nuevo modo de adaptación mucho más potente que el biológico: la adaptación por medio de la cultura.
Sin duda que la ciencia le ha dejado sin alma al animista y a Dios sin faena laboral entre semana. Los seis días laborables, en los que según la Biblia empleó para construir el mundo, se han mostrado como engaño. De quedarle algo ya sólo le queda el domingo, día en el que la biblioteca de Bidebarrieta está cerrada.