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Bicentenario del nacimiento de Darwin

El hombre que desterró a Adán y Eva

Este 2009 es el Año de Darwin. Se cumplen 150 años de la publicación de su teoría sobre el origen de las especies que revolucionaría la visión del ser humano y lo que le rodea. Pero también se cumplen 200 años del nacimiento de su autor. Y es justo hoy.

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Joseba VIVANCO

YDios creó el mundo en seis días y al séptimo descansó, narra el ``Génesis''. Y fue ese mismo día en que el Creador «estuvo complacido de ello» cuando un tal Charles Robert Darwin aprovechó para desterrar por segunda vez a Adán y Eva del paraíso, pero esta vez del terrenal. La suya fue la teoría de las teorías. «¡Qué estúpido fui por no haberlo pensado!», exclamó su buen amigo T.H.Huxley después de que Darwin plasmara por escrito su teoría de la evolución de las especies. Huxley y tantos otros.

La idea no era nueva, incluso Anaximandro, discípulo de Pitágoras, sugirió que los animales se originaron en el mar. Pero sí que por primera vez se explicaban los porqués. Se convertía en teoría científica. Quiénes somos, de dónde venimos y por qué. «Del mono», una afirmación que Darwin jamás pronunció, aunque sí sugirió, y que forma parte de los mitos que casan el puzzle de la ejemplar vida... de Charles Robert Darwin.

A diferencia del otro inglés más importante de todos los tiempos, Isaac Newton -junto a quien por cierto comparte vecindad y descanso eterno en el cementerio de la abadía de Westminster- nuestro protagonista vino al mundo en el seno de una familia culta. Nació un 12 de febrero de 1809, en Sherwsbury, justamente el mismo día en que lo hacía Abraham Lincoln.

Su abuelo paterno, Erasmus Darwin, además de mujeriego y tragón, llegó a escribir un aplaudido tratado sobre medicina y biología. Otros parientes lejanos también hicieron sus pinitos investigadores. Su padre fue médico. Unos antecedentes que, en su mocedad nada pronosticaban el futuro del pequeño Charles, pues como estudiante más bien fue mediocre e, incluso, es célebre la frase que le dedicó su progenitor: «No te preocupas más que de las cacerías, de los perros y de cazar ratas, y serás una desgracia para ti y para toda tu familia». Y nada más lejos de la realidad.

Empujado por su padre, estudió medicina en Escocia, pero aquéllo no era lo suyo y más tras presenciar la operación, sin anestesia, a un aterrado niño; ni siquiera soportaba ver sangre. Lo intentó con Derecho, pero le aburría. Y acabó cursando estudios de Teología, como Newton, en Cambridge. Curioso, pero la Teología era el último recurso para los malos estudiantes.

Pero lo que nunca dejó de hacer fue observar y observar. Con 10 años ya lo hacía con insectos y aves. Su pasión eran los escarabajos. Sus paseos de estudiante por el campo con un profesor de botánica, la lectura del viaje de Alexander von Humbolt por Sudamérica -«todo el curso de mi vida se debe a haber leído y releído» este libro, llegó a decir-, su incipiente pasión por la naturaleza, fueron el gusanillo que libró a la sociedad de la época de un mal clérigo y descubrió para el resto de los días al naturalista que llevaba dentro.

Y precisamente un viaje más allá del océano iba a ser el que cambiara ese previsible destino. El 27 de diciembre de 1831, un barco de su majestad británica, el ``Beagle'', zarpaba del puerto de Davenport, en Plymouth, con la misión de levantar mapas topográficos en distintos lugares de Sudamérica y algunas islas del Pacífico.

El profesor de botánica instructor del joven Darwin le sugirió probar suerte, ya que se buscaba un naturalista que, sobre todo, hiciera compañía al difícil carácter del capitán del navío, Fritz Roy, y su idea de probar con este viaje la explicación bíblica de la creación. Antes, Charles, tuvo que salvar la oposición de su padre, que veía en el viaje una pérdida de tiempo.

Por fortuna, lo mismo que años después no escucharía a su editor cuando le sugirió que escribiera de palomas, «que le interesan a todo el mundo», en lugar de adentrarse en el origen de las especies, Darwin no hizo caso a su progenitor.

El viaje del «beagle», con 22 años

A sus 22 años se embarcó en el viaje que cambiaría su vida y la de la visión antropocéntrica del mundo. Una aventura que iba para dos años y se alargó cinco. Y, en medio, no sólo su famoso trabajo de campo en lugares como las Galápagos -donde, por cierto, pasó en tierra sólo dos de los cinco meses de estancia en aquellas latitudes-, sino también una dura singladura entre mareos y discusiones ideológicas que rayaban «la locura» con el inestable capitán Fritz Roy.

Durante esos cinco años, visitó lugares, recogió muestras, tomó notas... pero para nada perfiló su futura teoría. Por ejemplo, la recurrente creencia de que sus ideas las inspiró la observación de la diversidad de los picos de los pájaros pinzones en las Galápagos no es tal. Fue su compañero de viaje, el ornitólogo John Gould quien se dio cuenta del detalle que Darwin no había anotado; incluso no se le ocurrió detallar qué aves correspondían a cada isla, un error similar al que le sucedió con las tortugas, y por ello pasó años aclarándolo.

En 1836, a la edad de 27 años, Darwin regresó a su Inglaterra natal, de la que nunca más saldría. Marchó como un joven inquieto, pero religioso y creyente, y regresó hecho un hombre sembrado de dudas. ¿Eran, acaso, los humanos simplemente otra clase de animal?

Un libro, otro más, iba a marcar el devenir de ese pensamiento. ``Un ensayo sobre el principio de la población'', de Thomas R. Malthus. Si la población humana aumenta sin control y los recursos alimentarios no pueden hacerlo en la misma progresión, los menos vulnerables no sobrevivirán. Y Darwin lo aplicó a los animales. «Por fin había encontrado una teoría con la que trabajar», escribió en su autobiografía.

La larga espera hasta su teoría

A su regreso, lo primero que hizo fue buscar esposa. Y la encontró en su acaudalada y culta prima Emma Wedgwood, lo que le facilitó dedicarse años y años al estudio. Eso sí, antes de contraer matrimonio, Darwin enumeró por escrito los pros y contras del casamiento. Las ventajas de tener niños, compañía y ser «mejor que tener un perro de cualquier manera», frente a los inconvenientes de perder la libertad de ir donde uno quisiera, de hacer vida social, de pasar angustias monetarias por los hijos o de tener poco tiempo para la lectura.

Pero sin duda lo que más le asustaba del matrimonio eran los hijos, no tenerlos, sino perderlos. Tuvo hasta diez vástagos, de los que murieron tres. Mary, la tercera, murió de bebé. Pero si algo le dolió fue el fallecimiento de Anne, de diez años, por unas fiebres. «Hemos perdido la alegría de la casa y el solaz de nuestra vejez», escribió. El día en que enterró a otro de sus hijos, Charles, su teoría era escuchada por primera vez en público, en la Sociedad Linneana. Un relato de su hijo Franscis revela a un Darwin que era todo un padrazo.

Buen padre y también esposo, a pesar de su chocante `equiparación' con un perro. En la «vieja y fea», como la definió, casa al sureste de Londres, en Kent, el matrimonio se instaló en 1842. Aquél fue su refugio, una palabra que en el caso de Darwin lo fue en todo el sentido del término. No fue hasta entonces, es decir, cinco años después de su regreso, cuando empezó a revisar sus numerosos libros de apuntes, que dieron como resultado, dos años después, a un `esbozo' de 230 páginas. Y lo dejó ahí.

Hubo de transcurrir casi década y media para que retomara su incipiente teoría. En ese tiempo, tuvo hijos y se dedicó a estudios como el de los percebes, al que se entregó en cuerpo y alma casi ocho años. Eran las únicas muestras que se trajo para él de su viaje en el ``Beagle'' y los escudriñó hasta el punto de confesar que «odio el percebe como ningún otro hombre lo ha odiado jamás». Pero ese análisis pormenorizado de los percebes le llevó a consolidar su idea de la evolución.

Los percebes y la propia lucha interna entre sus creencias y el peso de las pruebas. «Como confesar un crimen», así definió el temor que le producían sus propias ideas. Se calificaba a sí mismo como «capellán del diablo». En su autobiografía admite que le hubiera gustado ser un simple cura local, pero no era ése su cometido, sobre todo, convertirse en uno de quienes luego le denostaban.

Incluso tuvo su particular y singular contrapeso en su esposa, la cual contempló, lamentó y finalmente aceptó esa pérdida de fe de su esposo. Lo cierto es que ambos, distantes en sus ideas, formaron un complemento perfecto. Él llegó a declararse agnóstico, un término que acuñó un amigo suyo; ella, una ferviente creyente que temía, en el fondo, que su marido tuviera razón y tras la muerte de ambos no se reencontraran en un cielo prometido.

Por fin, su revolucionario libro

Entre tanto, Darwin maquinaba en silencio su teoría. Albergaba mucho miedo a lo que dirían si la diera a conocer; tenía miedo a hacer daño a su esposa y familia. También le retrasaba su insistencia en no conformarse con los indicios, sino con aquello que corroborara sus ideas. A ello se unió su delicada salud, lo que le impedía dedicarse a escribir apenas veinte minutos al día.

Pero un hecho dio al traste con ese manuscrito guardado en un cajón. A principios de 1858, una carta de un conocido suyo, Alfred Russel Wallace, precipitó que diera a conocer sus descurbimientos. Él también esbozaba una idea sobre la selección natural, intuitiva eso sí, muy parecida a la Darwin, aunque éste llevaba veinte años trabajando en ella.

El dilema de si correr a la imprenta antes que Wallace lo solucionó como un auténtico caballero inglés. Quiso hacerse a un lado, pero sus amigos hallaron la fórmula ideal: la presentación pública y conjunta de ambos estudios. Ocurrió el 1 de julio de 1858, día en que la teoría se reveló al mundo, aunque no tuvo ninguna trascendencia. Ese año no hubo «descubrimientos notables», dijo el presidente de la Sociedad Linneana.

Al año siguiente, envió a un editor su ``Sobre el origen de especies por medio de la selección natural'' que revolucionaría la época. Sólo era el principio. Se publicó el 24 de noviembre de 1859 y este año se cumplirán 150 años. Pero ésa es otra historia. La de Darwin fue proseguir con sus investigaciones, publicarlas, dedicarse a muchas otras sin nada que ver con la evolución, ser admirado y morir sin creer merecerlo en 1882.

cartas

anuales llegó a recibir tras publicar su teoría. A favor y en contra. Había quien se acercaba a su casa en Kent para cantar plegarias y quien le pedía audiencia. Hasta hizo tarjetas con su firma para repartir a sus seguidores.

Jamás afirmó que descendiéramos de los monos

Las críticas que tuvo que sufrir Darwin y su teoría en los primeros años se canalizó, en ocasiones, en las caricaturas en la que era ridiculizado dándole forma de mono. «¡Descendientes del mono!», llegó a exclamar la esposa del arzobispo de Worcester. «Esperemos que no sea verdad, pero si lo es, recemos porque no sea ampliamente sabido». Sin embargo, Darwin jamás afirmó que descendiéramos del mono, aunque no lo dijera por prudencia, aunque lo pensara. En realidad, sí venimos del mono, aunque no del que ahora conocemos. Pero el gran naturalista sólo habló de seres «inferiores» de los que procedíamos. Sin embargo, todos daban por hecho que se refería a los simios, sobre todo sus detractores, por mucho que su colega T.H.Huxley insistiera en que lo que Darwin quería decir es que teníamos un ancestro común a ellos. Por cierto, ni «monos», ni «evolución», él nunca uso este término para su teoría. J.V.

«El dios del génesis que crea los animales en escasos días es `destruido' totalmente con el hecho evolutivo»

Resulta curioso, pero de la jirafa, más que la longitud de su cuello, lo que le interesaba a Darwin era su cola diseñada para espantar moscas, porque era una ayuda para poder sobrevivir. Como vemos, una errónea interpretación de las ideas de Darwin. Cuando le preguntaron al astrónomo Arthur Eddington si de verdad él era una de las tres únicas personas que entendían la teoría de la Relatividad de Einstein, él respondió que quién era la tercera. Una anécdota que lleva a preguntarse: ¿Hasta qué punto comprendemos la teoría de la selección natural de Darwin? El autor de uno de los blogs sobre paleontología más respetados, Paleofreak, responde a GARA a esta cuestión: «Muy poca gente, realmente poquísima, entiende el concepto de selección natural y qué importancia tiene. Y no porque sea una idea compleja, sino porque choca con diversos prejuicios que tenemos y además porque parece demasiado fácil, y por tanto cada cual se forma su versión sin molestarse en intentar aprender cuál es la formulación científica».

¿Un ejemplo más acertado que el de la jirafa? «A mí me gusta el de las alas del murciélago a partir de un mamífero arborícola que salta y va aumentando la superficie de piel entre sus brazos y piernas porque se reduce el riesgo de muerte al caer; después porque llega más lejos entre árbol y árbol; y finalmente, cuando aumenta el control y va surgiendo el aleteo, porque puede elevarse, comer bichos voladores y desplazarse a cualquier lugar a buscar comida», propone.

Otra cuestión. ¿En qué lugar dejaba a Dios su teoría? Paleofreak responde: «El Dios del Génesis que crea los animales en escasos días es `destruido' totalmente con el hecho evolutivo y la ancestría común. Con la evolución por selección natural desaparece la necesidad de un diseño o de un propósito en el origen de los seres vivos: el `relojero divino' es sustituido por el `relojero ciego' y automático de la selección natural. Por tanto, la biología ya no necesita causas sobrenaturales y se convierte así realmente en una ciencia madura». Y eso que Darwin nunca negó la existencia de Dios, sino que creara el mundo y lo que estaba sobre él.

Hablamos de una teoría que marcó una época. Pero, ¿es una teoría en evolución? «La de Darwin es la de Darwin. La que hay ahora es una evolución posterior. Hoy, llamamos teoría de la evolución o teoría evolutiva a la Síntesis Moderna. Y a su vez muchos científicos piensan que la actual teoría evolutiva es también una evolución de esa Síntesis. Y no se descarta que siga `evolucionando'». J.V.

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