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La aldea gala tiene ordenador

Antonio Álvarez-Solis tamiza la cuestión nacionalista a través de un prisma fundamentalmente económico, sometiendo a análisis la viabilidad de hipotéticos estados como el vasco en el marco financiero internacional y desmontando falsos dogmas como el que siempre ha augurado la debacle a las naciones que se separen del tronco del Estado español.

En infinidad de ocasiones se ha hablado desde las capas dominantes del pobre futuro que espera a muchas naciones ahora sin estado si lograran su independencia. Esta afirmación constituye uno de tantos dogmas que se consideran irrefutables por parte de los pueblos dominadores. Se alega como dato básico la pérdida de un mercado solamente posible económica y políticamente en el seno del Estado que ejerce la soberanía. Suele mencionarse también la nula presencia que esos países tan penosamente liberados tendrían en la escena internacional. Los dos argumentos contienen, digamos ya de inicio, una falacia edificada sobre datos radicalmente inconsistentes.

Empecemos por la primera de esas afirmaciones: la pérdida de la cuota de mercado en el marco del Estado o mercado interior. ¿Qué harían, repiten, Catalunya y Euskadi sin España? En realidad muchas de esas naciones reprimidas estatalmente aportan productos importantes que se comercian bajo una denominación genérica: productos españoles, franceses o italianos. Muchos de los barcos construidos en España lo han sido en astilleros vascos y merced a una sofisticada tecnología vasca. ¿Qué hubiera hecho España sin ese mercado naval o cualquier otro mercado creado en la periferia catalana o vasca?

España solamente tuvo un perfil de industrialización en Euskadi y Catalunya, el resto del territorio que la constituye aún mantiene un tono rural. Más aún: muchos productos vascos con notable distribución internacional se han producido en plantas industriales y mediante iniciativas que se deben a un esfuerzo cooperativo, con lo que se elimina obviamente el fantasma grandilocuente del gran empresario español creador individual y prepotente de una supuesta riqueza. Estamos, pues, ante un aparato productor distinto y propio. Es más, esa riqueza de origen catalán o vasco contribuye de modo decisivo al sostenimiento de la maquinaria presupuestaria y social del Estado español.

Por no prolongar la argumentación, subrayemos lo que esas dos naciones sin poder político propio han significado y significan aún para dinamizar la vida laboral en España, con trabajadores que en sus tierras de origen han vivido o viven una existencia de bajo nivel humano; trabajadores a quienes partidos como el socialista o el popular levantan contra la realidad vasca en nombre de no se sabe qué principios, como no sean los de sostener un Estado arcaico con la única capacidad de mantener unas capas políticas, burocráticas o escasamente productivas en las que han inyectado un populismo patriótico y ralentizador de carácter defensivo. De esto son perfectamente conscientes las minorías dirigentes de España, que siempre han sentido un temor profundo ante la posibilidad de un empobrecimiento muy peligroso si se produce la independencia de Catalunya o de Euskadi.

La reiterada petición de solidaridad interterritorial por parte de Madrid, en cuanto se habla de política autonomista, tiene esas raíces. Como si la solidaridad cierta no se diera en un intercambio comercial natural con beneficio para ambas partes. El único peligro que podría generar la independencia de las naciones ahora amarradas como vacas lecheras al pesebre español afectaría únicamente a esa masa ya citada. Pesa también en el centralismo español el riesgo que correría una superestructura financiera que ha supervivido merced al Estado concentrado en Madrid.

A la España oficial o contaminada por ella -con unas masas inducidas por el miedo y la gloria- no le preocupan realmente asuntos como el terrorismo sino el hecho de que una paz igualitaria facilitaría la independencia de los pueblos vasco y catalán, con lo que podría aumentar la debilidad de la España tradicional. Esa España que es en gran parte la vigente y que aún no ha digerido la esencia de los avances materialmente revolucionarios que suponen los actuales descubrimientos científicos y tecnológicos. Posiblemente, España es un país que aún tiene el alma sorprendentemente embozada en ropajes calderonianos. Para confirmar este diagnóstico y explicar sus raíces no hace falta un análisis sociológico muy refinado, basta con leer a los ilustrados del tiempo de Carlos III, muchos de los cuales padecieron cárcel por incitar a la Corona a realizar cambios radicales en la estructura social española. Ante esta realidad, no es sorprendente que Catalunya y Euskadi vivan en un permanente estado de violencia como respuesta a la asfixia institucional que padecen por parte de la agresividad institucional española. El Parlamento español, que debiera liderar el camino a la modernidad, está desgraciadamente conformado por una banda de cornetas y una caballería a la carga. La situación evidencia que la defensa contra los llamados terrorismos periféricos robustece la unidad interior de los españoles.

Los españoles deberían entregarse durante un cierto periodo de tiempo a la consideración de los males que les causa su inmovilismo. Dice Leonardo Boff en su libro «Los sacramentos de la vida» que «hay momentos de la existencia en que la consideración del pasado constituye la verdad del presente». Desde ese horizonte se explica asimismo el momento que viven los vascos.

Al pie de las pasadas elecciones sobre las que actuaron con fiereza los juicios y las detenciones de vascos soberanistas es conveniente acogerse a esta frase del teólogo de la liberación. Los vascos recuerdan siempre, sobre todo en tales momentos singularmente políticos, lo que ha venido constituyendo su historia desde que el Reino de Navarra fue apresado por la Corona española. Desde esa consideración han de enfocar la verdad del presente, como dice Boff en otra parte del libro citado: «La lucha de un pueblo por su liberación se transforma en sacramento».

Ni Euskadi perdería calidad económica al separarse políticamente de España, aún hoy, a pesar de la crisis que hiere a todo el universo, ni quedaría aislada como una pequeña aldea gala. En este sentido debe subrayarse que alguna de las técnicas que caracterizan al siglo, y hablo concretamente de la informáticas, tienen entre sus muchos inconvenientes para la libertad y la humanización del pensamiento, una ventaja indiscutible: que permiten una universalización que, sobreponiéndose a la globalización imperialista, será capaz de construir esa nueva política en que los estados carcomidos por la corrupción den paso a formas de un mayor calado democrático.

Esa universalización ha de basar sus principales pilares en el renacimiento de naciones que habiendo carecido de la contaminación estatal pueden crear una democracia directa merced a las modestas dimensiones geográficas y demográficas que generalmente tienen. Lo que constituye el núcleo verdadero de las naciones suele ser de limitado volumen y distancias cortas. Normalmente, cuando se rebasan tales medidas las naciones se disuelven en estados.

Vista así la cuestión cabe añadir que la aldea gala goza hoy del beneficio del ordenador. El poder de una nación verdaderamente tal y capaz de controlarse a sí misma puede evitar perfectamente la concentración suicida del capital, enfrentarse a los tiburones financieros que se refugian en lejanías inaccesibles y acercarse sin afán de dominación a los demás pueblos.

El socialismo real sería el corazón de ese nuevo universalismo. Los mercados planetarios han quebrado bajo su propio peso y ya no están capacitados para generar plusvalías sino merced a la trapisonda financiera o militar. La liberación han de llevarla a cabo las naciones incontaminadas de estatalismo y, dentro de ellas, el papel liberador corresponde a los trabajadores, que no pueden seguir implicados en ningún imperialismo y, menos, en el irritante imperialismo socialdemocrático.

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