Ganaderos vascos recuperan una raza en riesgo de extinción
La vaca terreña se vuelve a echar al monte
Hace un siglo, la vaca terreña predominaba en toda Araba. Hace dos décadas, apenas si quedaban cien ejemplares. Hoy, ganaderos vascos como Adolfo Martínez de Santos han apostado por la recuperación de una especie bovina mucho menos rentable que otras foráneas, pero que les permite poner en práctica un estilo de vida en constante equilibrio con su entorno rural. La vaca terreña que casi desapareció ha vuelto al monte, a la sierra.
Joseba VIVANCO
Erase una vez un ganadero que decidió apostar por las razas autóctonas, menos competitivas y rentables, pero que respondían a la filosofía de vida que seguramente, como sus terneros, él había mamado desde su infancia. Aún faltan un par de horas para que el sol corone lo alto del despejado cielo, y Adolfo Martínez de Santos reparte forraje entre el ganado estabulado. A un lado, un par de decenas de ejemplares de equino de la raza caballo de monte del País Vasco; al otro, unos cuantos más pero de vacuno, entre terneros, algunas vacas recién paridas y media docena de enormes machos de más de 200 kilos, listos para su sacrificio. Son de otra raza también autóctona y hasta hace poco en riesgo, la terreña.
Dejamos en el horizonte la estampa, aún moteada por la nieve, de las laderas del Gorbeia. Es la sierra de Badaia la que ahora nos acompaña al adentrarnos en el vasto valle de Kuartango, en el extremo occidental del territorio alavés. Este enclave, a caballo entre los prados verdes de Gorbeialdea y el cereal marrón de Valdegobía, vive de la agricultura y la ganadería. Y entre sus quesos de Idiazabal y sus preciados perretxikos, una serpenteante carretera nos conduce hasta otro de los frutos que ha dado este agreste terreno, la vaca terreña.
Adolfo es uno de los escasos vecinos de Gilarte, un núcleo con media docena de casas y sólo tres ocupadas de forma permanente. A él nos lleva un camino que va a morir en uno de los numerosos pueblecitos que salpican este amplio municipio con sus apenas cuatro habitantes por kilómetro cuadrado. Al fondo, los molinos de viento que redibujan el perfil de la sierra de Badaia; a un lado, la de Arkamo y al otro la de Gibijo, ambas parajes de correrías del lobo que tanto temen pastores y ganaderos de estos lares. Es por ello que hace unas fechas bajó del monte a parte de las vacas, a punto de parir. La terreña es una raza dura, muy dura, pero nadie se fía del lobo.
Hace ya más de una década que Adolfo, de 46 años «mal llevados», sonríe, decidió apostar por un tipo de especie catalogada en peligro y cuyo origen geográfico hay que buscarlo en estos mismos terruños. La terreña es una raza afincada históricamente en esta parte de Araba y zonas de la vecina Burgos. A finales del siglo XIX, la propia Diputación babazorra controlaba los sementales que podían subir al monte, para así garantizar la calidad de la raza. Era un tipo de vaca muy extendida. Pero con la maquinización del campo, este animal aprovechado para el tiro y la carga quedó relegado a los parajes más duros. El despoblamiento de la zona rural hizo el resto.
«Yo creo en lo que hago»
Cuando a finales de los años 80 comenzó el trabajo de recuperación de esta especie, los ejemplares que quedaban -poco más de 150- apenas sí salvaguardaban el estándar racial de antaño. Pero gracias a esfuerzos de ganaderos como Adolfo, hoy la vaca terreña empieza a salir a flote -sólo en Araba hay casi medio millar- y no precisamente por su rentabilidad. Su apuesta por esta raza es en realidad una apuesta por una filosofía de vida. «Tienes que oír muchas cosas, porque visto así parece que vendes humo, pero yo me creo lo que hago», responde, convencido de sus palabras.
Hoy, dispone de algo más de medio centenar de cabezas de vacuno, amén de otros tantos caballos, algunas cabras de la raza azpigorri, gallinas, conejos y cerdos. Pero las terreñas son su devoción. «Es complicado apostar por estas razas, porque a nivel de aprovechamiento no tienen comparación con otras foráneas, tipo pirenaica, blonde o limousine. Y las ayudas que te puedan dar no cubren esa diferencia de rentabilidad, pero creemos en esta raza por el lugar donde estamos», justifica.
Manejo extensivo en la sierra
Nos encontramos a 750 metros de altitud. Adolfo nos conduce algo más arriba, entre las sierras, donde un buen número de terreñas se arremolinan en cuanto el ganadero se baja del todoterreno. «Behi, etorri behi», las llama. Hay una ternera que habrá nacido hace un par de días. Se tranquiliza al comprobar que una de las vacas aún no ha parido, aunque está a punto. «Mírala, qué salida tiene la cuchufleta», apunta. «Son muy buenas madres y muy precoces. Hay terneras que con dos años ya paren y pasan a ser vacas. Y también son muy longevas. Ahí está una que tiene 17 años y pare cada año», señala orgulloso. «Hemos llegado a tener una con veintitantos años y seguía pariendo, algo impensable con el ritmo de producción que se suele llevar, que hace que las vacas sólo duren un par de partos», defiende.
«Tranquilo, tienen mucho genio, pero es una raza muy dócil», tranquiliza al fotógrafo, al que el único semental del rebaño observa con mirada desconcertante. La terreña es un animal perfectamente adaptado a este medio hostil. De talla pequeña, de potentes cuartos traseros, poca ubre, recubierto de pelo en invierno.
«Estamos en una zona donde se pasa muy rápidamente de estar dos meses cubiertos de nieve a empezar a sufrir el calor y el viento sur y dejarlo todo torrado», cuenta mientras camina entre el ganado. «Por su genética está muy bien adaptado. Es capaz de subir y bajar dos veces al día a lo alto de la sierra buscando pasto y agua», añade, en un paraje casi virgen, sólo estropeado por los pinares plantados a los pies de la sierra que contrastan con los hayedos naturales. Otra vez la dichosa rentabilidad.
El manejo animal es extensivo y lo más natural posible. «Excepto en las épocas más duras en que les aportamos forraje, procuramos mantener el ganado en su hábitat y dejamos que mamen nueve o diez meses. Cuando les destetamos les damos forraje en la explotación y sólo se les ceba en el último periodo del ciclo, haciendo todo lo más natural posible», describe su forma de trabajar, en comunión con el medio que le rodea.
«Respetamos el ciclo natural del animal», insiste. Y eso se traduce en una carne de calidad y diferente a otras. Sabrosa, más oscura, en definitiva, más asentada por ese manejo extensivo en el monte. Hoy tiene preparados unos cuantos de los paquetes que vende cara a cara, sin intermediarios. Chuletas, filetes, cocido, picado o para guisar. Lo vende por encargo o a quien se acerque por su granja.
«He tenido ofertas para suministrar, pero siempre digo no porque yo no voy a poner vacas para tratar de abastecer a no sé qué. Yo dimensiono mi explotación de forma que pueda tener un sueldo, que estos animales estén respetuosamente donde tienen que estar y que esa carne la controle yo. ¿Que de otra manera sería más rentable? Sí, pero yo quiero que cuando te venda a ti esta carne, esté pensando en cuándo nació, cuándo la desteté, si me amochó un día... Yo creo que eso lo tengo que hacer valer y que quien me compre, confíe en lo que hago», se explaya a modo de decálogo de intenciones.
La visita termina. Unos tacos de queso de la zona, unas tajadas de chorizo casero, una cuajada deliciosa y un trago de vino. El almuerzo lo interrumpe uno de sus dos hijos. «Parece que esto les gusta», se congratula. «Porque sin relevo, se pierde la ilusión», reconoce. Para fortuna de la vaca terreña y también de una filosofía de vida.