El nacimiento de la cinematografía «inuit»
«Atanarjuat, la leyenda del hombre veloz»
Ha merecido la pena esperar ocho largos años con tal de poder ver estrenada en una pantalla de cine la primera película de la historia rodada por un realizador iglooliko en inuktitut, la lengua nativa de los esquimales inuit, y que consiguió en el 2001 la gran proeza de ser seleccionada por Canadá al Óscar de Mejor Película de Habla No Inglesa.
Mikel INSAUSTI | DONOSTIA
En lugar de lamentarnos por los ocho años de retraso con que se estrena «Atanarjuat», vamos a verle el lado positivo y la importancia cultural que conlleva el hecho insólito de que una película como ésta, hablada en una lengua minoritaria, llegue hasta nuestras pantallas. El que no se haya perdido definitivamente en los vericuetos de la distribución ya es todo un milagro, porque se trata de la primera película realizada a lo largo de su historia por el pueblo inuit, y que en su momento supuso una reivindicación lingüística tanto dentro de Canadá, como de cara al exterior. Al estar rodada en la lengua nativa inuktitut tuvo que vencer un sinfín de barreras, dado que la política de ayudas y subvenciones no estaba pensada para el surgimiento de una cinematografía inuit. Pero esta obra fundacional fue elegida por Canadá para competir por el Óscar de Mejor Película de Habla No Inglesa en el año 2001, después de que obtuviera en el Festival de Cannes el Premio Cámara de Oro a la Mejor Opera Prima, además de triunfar en el Festival de Toronto y llevarse cinco premios de la Academia de Cine de Canadá.
Zacharias Kunuk es un auténtico pionero, como lo pudo ser a principios de siglo pasado el explorador groelandés Rasmussen, figura a la que precisamente ha dedicado su segundo largometraje, también inédito en nuestro mercado, «Los diarios de Knud Rasmussen». En ella refleja cómo Rasmussen fue criado a la manera de un auténtico esquimal, para luego formarse en Copenhague y organizar sus primeras expediciones, llegando a cruzar el noroeste canadiense en trineo, experiencia que le serviría para colaborar con la cineasta alemana Leni Riefesntahl en «SOS Iceberg», la primera odisea polar plasmada en una pantalla de cine. Cuando Zacharias Kunuk nace en Igloolik en la segunda mitad de la década de los 50, en la pequeña isla de la región de Baffin la comunidad inuit todavía vivía de un modo tradicional, por lo que aprendió a manejar los perros y el trineo convirtiéndose en un experto cazador.
Seguramente no habría sido otra cosa, de no ser porque perteneció a la generación que vivió la primera escolarización, no sin problemas de adaptación. En la escuela, el pequeño Zacharias aprendió a sacarle partido a su habilidad para la talla artesanal, orientando su vena artística innata hacia la escultura. Al empezar a vender sus tallas en la ciudad, tuvo la idea de hacer un trueque con una de ellas, cambiándola por una cámara de vídeo y un aparato reproductor.
La suya fue la primera televisión que llegó a Igloolik, lo que supuso una revelación para sus mil doscientos habitantes. El resto fue un proceso lógico, debido a que no entendían los canales que veían en lenguas extranjeras, así que Zacharias acabó trabajando para crear un canal de televisión local en lengua inuktitut, que le sirvió para adquirir una formación audiovisual.
Los muchos años invertidos en el acceso de la comunidad igloolika a los medios de comunicación se iban a repetir a la hora de acometer un primer proyecto cinematográfico, al no existir ningún precedente en las relaciones con la administración canadiense. El primer cineasta iglooliko se vio totalmente desamparado, por lo que tuvo que plantearse el difícil camino de la autogestión.
El cine canadiense sólo contemplaba subvenciones para películas rodadas en francés y en inglés, dejando un mínimo porcentaje para el resto de lenguas nativas. La cantidad de esa insuficiente partida resultaba inferior al coste de la primera realización en inuktitut, así que tuvo que ingeniárselas para sacar adelante la producción. Gracias al tesón e instinto de supervivencia de los inuit pudo llevar a cabo semejante desafío, consistente en plantearse la película a modo de gestación de una pequeña industria cinematográfica local hecha a escala.
Grabando en imagen digital y con un modesto presupuesto que nunca sobrepasó el millón y medio de euros, Zacharias Kunuk se concentró en formar al personal que iba a trabajar en la película, hasta completar el equipo técnico y artístico con nativos que no sabían nada de lo relacionado con una película. Lo que tenía claro era que quería llevar a la pantalla los cuentos que le contaba su madre de niño, entre los que destacaba la leyenda de Atanarjuat. Había que rescatar la tradición oral de su pueblo, pues es la única forma de transmisión cultural de los inuit, que no disponen de una escritura. Sí han heredado signos y un lenguaje icónico propio, que debía quedar reflejado visualmente en la narración de las aventuras de Atanarjuat.
El compromiso al que se enfrentaba Kunuk era enorme, considerando que el modo de vida inuit siempre ha sido llevado al cine por extranjeros y nunca por uno de los suyos. De esta manera, casi un siglo después de que el pionero norteamericano Robert J. Flaherty inmortalizara al esquimal Nanook en una película muda, mezcla de documental y de ficción, un iglooliko consigue hacer una película basada en la tradición oral de su pueblo. La historia que se narra es muy sencilla y es un canto a la supervivencia en un medio hostil, ya que Atanarjuat es un cazador que debe enfrentarse a las reglas cerradas de una sociedad elemental, donde no cabe la utópica visión del buen salvaje. Desde que se enamora de la misma mujer que pretende el hijo del jefe del clan queda marcado, siendo objeto de las maquinaciones del chamán y empujado a una carrera sobre el hielo por su vida.
Los inuits saben que las personas no pueden dominar la realidad. Por ello, no han querido imponer las costumbres cinematográficas del sur en su historia, sino permitir a la historia moldear el proceso de cine a la manera inuit.
Esta película se rodó íntegramenete en Inuktitut, el lenguaje de los esquimales, con un reparto únicamente inuit y bajo condiciones extremas. Para ello, el director hizo gala de sus intensos conocimientos del Ártico.
En 1922, el pionero del cine documental Robert J. Flaherty realizó «Nanook, el esquimal», considerada como la película que inaugura el género, si bien introducía elementos de ficción que en la actualidad han sido retomados por los defensores del documental creativo. La intención de Flaherty, para tomarse ciertas libertades antropológicas, era la de recrear el modo de vida primitivo de los esquimales que, en su opinión, se había perdido o estaba en peligro de extinción. Esta perspectiva idílica desaparece en la más crítica «Los dientes del diablo», realizada por Nicholas Ray en 1959, sobre una novela de Hans Ruesch. Con el protagonismo de Anthony Quinn en el papel de Inuk, muestra ya el contacto con la civilización, de cómo los cazadores inuit descubren el uso de las armas de fuego. Ya a principios de los 90, la producción francocanadiense «La sombra del lobo», según la novela de Yves Thériault, incide en la contaminación cultural del hombre blanco a través del comercio de pieles. Acto seguido, el neozelandés Vincent Ward mostró en «Mapa del corazón humano» a un inuit que viaja y conoce mundo, intentando integrarse en la sociedad moderna.