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José Steinsleger escritor y periodista

«Umuntu, nigumuntu, nagamuntu»

Fin de la cumbre» (sic) de Trinidad y Tobago, «fin de las cumbres de las Américas». Con excepción del anfitrión, ningún jefe de Estado suscribió la desfasada Declaración de Puerto España que, a lo sumo, fue «adoptada por consenso». Cosa que en el lenguaje de la diplomacia quiere decir nada. Desde la primera conferencia panamericana (Washington DC, 1889-90) jamás se había presentado algo similar. Y no tanto porque en aquella ocasión la declaración final se leyó en inglés, sino porque a Washington le parecía insólito que pudiera hablarse otra lengua en un congreso al que asistieron 19 naciones latinoamericanas. Ni tampoco por la actitud del delegado de México, quien tomó el texto y lo tradujo en voz alta al español, sacando del apuro a los anfitriones.

Pero, como bien observó el profesor trinitario Norman Girvan, en Puerto España aconteció algo desconocido en la práctica de las relaciones internacionales: que un jefe de Estado (Daniel Ortega) divulgue el contenido de la declaración a ser adoptada a un Estado no asistente (Cuba) y que las opiniones sobre la Declaración de alguien que no es jefe de Estado (Fidel Castro) tuvieran amplia repercusión mediática.

Algunos publicistas objetaron la «ética» del procedimiento. ¿Ética? Guarecidas desde 1948 bajo el paraguas «panamericanista» de la Organización de Estados Americanos (OEA), todas estas «cumbres» han encarnado la inmoralidad política, la ilegalidad y el intervencionismo imperialista. Por tanto, es lógico que de Teodoro Roosevelt a Barack Obama, cipayos de todo pelaje se nieguen conocer el pasado.

Según los enviados de prensa, la «cumbre» fue un desmadre: horarios incumplidos, actividades caóticas y presidentes que boicotearon una declaración final que, al concluir el cónclave, seguía fuera del alcance público. Obama se abstuvo de posar para la segunda foto oficial, Evo Morales se marchó minutos antes y la mayoría de los 34 gobernantes no asistió a la clausura.

Washington pidió a Felipe Calderón (México), Martín Torrijos (Panamá), Stephen Harper (Canadá) y Patrick Manning (Trinidad y Tobago) que dijesen algo bonito. «¡La cumbre fue un éxito!», exclamaron. Y en efecto, lo fue. Pero lo fue porque, finalmente, estaba claro que después de 120 años de lucha, los pueblos de América Latina y el Caribe habían clavado una estaca en el corazón del panamericanismo monroista. En Trinidad y Tobago, la América nuestra (que incluye la de ellos, aunque no como «ellos» la quisieran) siguió su marcha. El giro no fue de 180 grados, pero sí contó con la inclinación requerida para demostrar que el antimperialismo vive y que la próxima cumbre será real, porque allí estará Cuba para defender una causa que la rebasa.

¿Cuál? Un día antes, en la minicumbre de la Alternativa Boliviariana para los Pueblos de nuestra América (ALBA, Cumaná, 17 de abril), el presidente Raúl Castro manifestó: «Nuestras naciones no tienen la capacidad, por sí solas, de transformar el orden económico internacional, pero sí el poder de sentar nuevas bases y construir sus propias relaciones económicas».

Los puntos de la ALBA (Bolivia, Cuba, Honduras, Nicaragua, Dominicana, Paraguay, San Vicente y las Granadinas y Venezuela) destacan que el capitalismo es «un mecanismo que está acabando con la humanidad» y el planeta y que se requiere de la solidaridad en lugar de la competencia, eliminando las «... prácticas intervencionistas como las operaciones encubiertas, diplomacias paralelas, guerras mediáticas para desestabilizar estados y gobiernos, y el financiamiento a grupos desestabilizadores».

La pasada cumbre fue, sobre todo, el enésimo triunfo político de la revolución cubana. Y no sólo porque la mayoría de los gobernantes repudiaron el bloqueo imperial. Doce jefes militares retirados del Pentágono (en actividad hasta hace poco) se dirigieron a Obama confesando: «En Cuba no habrá contrarrevolución en un futuro que sea previsible... la política actual de aislamiento de Cuba ha fracasado en cuanto a alcanzar nuestros objetivos».

Y a modo de cereza sobre el pastel, un regalito de Hugo Chávez a Barack Obama: «Las venas abiertas de América Latina», prosema político non de la literatura latinoamericana. Con el hipotálamo (o el neocórtex) atrofiado, un enviado de «El País», de Madrid, calificó el libro de Eduardo Galeano de «parcial», y «de discutible valor científico». Es posible. Después de todo, «Las venas...» es una obra tan poco ordinaria, que también sirve de fuente para enfrentar las insidias del periodismo neogodo.

Por último, en La Habana, una delegación del gobierno de Sudáfrica otorgó en días pasados un premio a la obra internacionalista, solidaria y humanista de Fidel Castro. El galardón representa los más puros fundamentos de la filosofía ubuntu, que se reúne en el concepto zulú «umuntu, nigumuntu, nagamuntu»: una persona es una persona a causa de los demás.

© La Jornada

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