A punto de llegar al final del viaje es cuando mejor se aprecia: lo más importante es el camino. El Athletic jugará esta noche uno de los partidos más deseados de su historia. Seguramente no será el más importante, aun cuando el resultado acompañe. Puede que tampoco sea el más brillante. O puede que sí, puede que mañana Bilbo, Bizkaia entera inunde las márgenes de la Ría con el delirio de una afición orgullosa y, por qué no decirlo, necesitada de alegrías de esta magnitud. Pero ocurra lo que ocurra en el terreno de juego, el objetivo estará cumplido. Son testigos las incontables banderas rojiblancas colgando en ventanas y balcones, la renovada ilusión de los más pequeños por vestir la camiseta del equipo día tras día, la satisfacción de los más vividos con el retoñar de gestas de antaño, y, en fin, la agitación generalizada de un pueblo en pos de una ilusión a cientos de kilómetros, pero al alcance de la mano.

El objetivo estará cumplido porque, se gane o se pierda, habrá triunfado una forma de entender el deporte ya casi endémica del territorio vizcaino. La que defiende, como dice el himno, a un equipo nacido del pueblo y convertido en expresión colectiva de muchos de sus anhelos. Por encima de las presiones, de los obstáculos y de las interpretaciones, más o menos interesadas o sinceras, de esta forma de sentir el deporte. La que todavía cree en que el caudal humano de este pueblo no necesita, ni para éstos ni para otros menesteres, más que esfuerzo y confianza para pasear su dignidad por donde haga falta. Una idiosincrasia no exenta de sufrimiento, más bien sobrada, pero que, cuando menos lo espera, ofrece a su afición estos impagables regalos.

Algo de todo eso es el Athletic. Un proyecto complejo, lejos de ser ideal en su desarrollo y no exento de errores y carencias, pero tan vivo y sólido como hace cien años. Un fenómeno social y deportivo de primera magnitud que tendrá hoy a decenas de miles de personas pendientes de que once jugadores lleven a una entregada afición al reencuentro con su historia.