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Joseba Macías Sociólogo y periodista.Profesor de la UPV-EHU

Edurne, Kangchenjunga, épica y Endesa

Evidentemente, el autor no cuestiona el valor deportivo de la gesta recientemente lograda por la alpinista vasca Edurne Pasaban. Ahora bien, considera que dentro de la subordinación del deporte, también del deporte, a las leyes del mercado, deben existir ciertos límites éticos. Límites que la empresa que ha patrocinado esta escalada viola claramente.

Noticia en portadas, editoriales, artículos, reportajes televisivos... Edurne Pasaban ha coronado ya su duodécimo ochomil, el Kangchenjunga. Una gesta al filo de la épica con sangre, sudor, lágrimas y frío, mucho frío. Un éxito indiscutible de una joven de Tolosa enamorada del alpinismo de élite. Un éxito, también... de Endesa. ¿O quizá un éxito de Endesa y, también, de Edurne Pasaban? El orden, esta vez, sí altera el producto: «¡Felicidades Edurne! Y enhorabuena a todo el equipo por habernos llevado a lo más ALTO» (www.endesayedurnepasaban.com). La página web de la empresa patrocinadora no deja lugar a dudas: el triunfo radica realmente en haber conseguido situar el logo de Endesa en la tercera cumbre del planeta. El sujeto instrumental, una deportista que está a punto de convertirse en la primera mujer que supera el reto de ascender a las catorce montañas más altas de la tierra. ¿Mutua satisfacción de necesidades o un precio demasiado elevado para una hazaña deportiva sustentada en su propia esencia en un «hermanamiento con la naturaleza» y el respeto máximo al equilibrio medioambiental?

Durante varios meses antes del inicio de la expedición, hemos podido ver a la montañera vasca y al ciclista Abraham Olano protagonizando unos spots publicitarios en los que nos han vendido las «virtudes» del gas natural a los habitantes de Araba, Bizkaia y Gipuzkoa. Endesa ha entrado en nuestro espacio doméstico de la mano de dos ejemplos de pundonor y altruismo acompañados de imágenes con tonos dulces y una música relajadamente serena. La voz de Edurne, dirigiéndose al telespectador mirando a cámara con voz cálida y en primera persona, nos transmitía la supuesta linealidad existente entre la hazaña humana de alcanzar la cima y disfrutar, punto y seguido, de la virtualidad del gas natural suministrado por Endesa en la intimidad del hogar. Todo sería perfecto y hasta cierto punto comprensible (de la mercantilización del deporte como espectáculo hablamos luego) si estuviéramos ante la buena voluntad de una institución empresarial preocupada por el respeto a la naturaleza que, como forma de apertura de nuevos mercados focalizados, hubiera decidido patrocinar la última expedición de Edurne al Himalaya asumiendo el previsible éxito también como una forma de marketing corporativo. Pero, tristemente para el bien de la enorme voluntad competitiva de Edurne Pasaban y la alegría colectiva de los medios de comunicación vascos, la realidad es mucho más siniestra y oscura.

Endesa, la mayor empresa eléctrica del Estado español actualmente, se crea en 1944 en plena etapa autárquica del franquismo. A lo largo de estas décadas esta sociedad anónima ha vivido siempre a la sombra del poder desarrollando una política de crecimiento y expansión auspiciada y/o protegida por los distintos gobiernos, hayan sido éstos totalitarios, conservadores o socialdemócratas. Criticada en multitud de ocasiones por colectivos ecologistas y asociaciones vecinales por falta de transparencia, mala gestión, cobros indebidos, problemas de servicio (como el apagón que sufrieron 180.000 viviendas sevillanas en 2004) o impactos medioambientales, es sin embargo en América Latina donde su política empresarial ha mostrado más claramente unos intereses devastadores en función de las perversas reglas del mercado. Endesa es la primera compañía eléctrica privada al sur del río Grande con presencia activa (vía directa o indirecta) en países como Chile, Argentina, Colombia, Perú, Brasil o República Dominicana . Once millones y medio de clientes y una capacidad de generación de energía de 14.700 megavatios hablan de su manifiesta expansión regional. Sus beneficios netos se cifran en decenas de millones de euros. Aunque no ha estado sola en el «redescubrimiento» del Dorado latinoamericano: desde los años noventa del pasado siglo empresas como el BBVA, el Banco Santander (¡ay, el corralito!), Gas Natural, Telefónica, Prisa (¡ay, el control mediático «progresista»!), Iberdrola o Repsol han copado buena parte de la economía o explotado los recursos naturales del continente mientras los gobiernos locales miraban distraídamente hacia otro lado. Endesa, por ejemplo, deposita la mayor cantidad de sus activos en Chile donde, en virtud de las ventajas de un régimen político de corte neoliberal, ha participado y participa con diferentes grados de control en más de veinte empresas. Como señala el estudio «Endesa en América Latina» («Cono Sur sustentable», Chile 2006), sólo un 10,7% de sus trabajadores tiene entre 21 y 30 años y el número de mujeres contratadas no supera el 11% del total de las plantillas.

A lo largo de estos años, la actividad de Endesa en Chile ha estado rodeada de oscurantismo, conflictos, ilegalidades y expulsiones de comunidades indígenas. La construcción de megacentrales hidroeléctricas entre el silencio más absoluto (cuenca del Bio Bio), ha devastado grandes zonas ecológicas con manifiestos impactos medioambientales en el ecosistema de la región. Todo ello sin olvidar la violación permanente de los derechos humanos, políticos, culturales, económicos y territoriales de las comunidades mapuche (traslados masivos de población, represión policial, eliminación de cementerios milenarios, etcétera). Una política economicista y agresiva que va a transformar para siempre el paisaje patagónico y la vida de los pueblos que lo habitan secularmente estableciendo el monopolio empresarial sobre los recursos naturales. Endesa es la protagonista de esta realidad. La misma Endesa que ha patrocinado ahora el reto existencial y deportivo de la expedición de Edurne Pasaban y su equipo, culminado con el triunfo de una cima en una situación límite de tesón y resistencia, como hemos podido ver mañana, tarde y noche en las imágenes de televisión.

El montañismo, desde la práctica popular hasta el deporte de élite, ha formado siempre parte de nuestra cultura. Somos un pueblo rodeado de montañas, alturas en nuestra orografía que establecen un particular juego de proporciones integradas entre el ser humano y la naturaleza. Un entorno que ha servido también como excelente escuela para el salto a otros referentes, de los Dolomitas a los Andes, del valle del Rift al Himalaya. Cuando el 14 de mayo de 1980 Martín Zabaleta llegó a la cumbre del Everest (otras fuentes de financiación, otros tiempos), el alpinismo vasco inició un largo recorrido lleno de triunfos personales pero también de tristezas colectivas. El ascenso a las grandes alturas naturales entonces podía realizarse, pese a su dificultad, mediante aportaciones populares y donativos de amigos. Hoy las cosas son mucho más complicadas. La mercantilización de la vida convierte también la lucha contra la montaña en un ejercicio menos romántico y más sujeto a las esponsorizaciones del ascenso-espectáculo y la venta de la gesta épica. Dejémoslo ahí, más allá de otro tipo de lecturas posibles como famas, records o reconocimientos sociales. Pero, por encima de las contradicciones innatas a esta realidad, creo que existen unos límites. Y Edurne Pasaban, con todo el cariño y respeto, ha cruzado la línea. Ahora, mientras goza de los parabienes del gas natural en su reposo de estos meses, no estaría mal que reflexionara sobre la expedición que ya anuncia para otoño en el asalto a su decimotercer ochomil, el Sisha Pangma. El Yeti, de verdad, existe: está aquí entre nosotros y nosotras y tiene un aspecto tan siniestro, debajo de su traje y corbata, que los niños y niñas mapuches lloran cada noche pensando que va a entrar por la puerta de su casa de un momento a otro. ¿Por qué no, Edurne, cambiar el final del cuento?

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