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Joxean Agirre Agirre Ex preso

El silencio es salud

«Jon Anza es una incógnita con la que se nos amenaza de forma colectiva». Con esta frase, el autor desnuda el objetivo político que, en su opinión, persigue el Estado español en su relación con Euskal Herria: extender la sensación de extrema indefensión. Y en esa estrategia sitúa, además de la desaparición de Anza, el «pucherazo electoral, el secuestro, torturas, amenazas y posterior encarcelamiento de Lander Fernández por negarse a colaborar con la Policía, la excarcelación de presos para ser interrogados y la detención de uno de sus letrados».

Diana Kordon, Lucila Edelman y Darío Lagos formaron el equipo de asistencia psicológica de las Madres de Plaza de Mayo a finales de los 70. En sus diversos trabajos conceptualizaron los efectos psicológicos de la represión política en Argentina a varios niveles: en quienes padecieron torturas, en los familiares de desaparecidos, en la sociedad y en el campo de la salud mental en particular. En el caso de los familiares observaron que estaban ante un tipo muy particular de duelo, en el cual se ignoraba el destino del desaparecido, lo cual impedía la prueba de realidad, paso necesario para el trabajo de duelo.

La muerte es, entre otras muchas cosas, un problema vivencial y de conocimiento. Resulta esencial para comprender la vida humana. Pensar en términos psicológicos la cuestión de la muerte, su inevitabilidad, ha sido sin lugar a dudas una de las fuentes de interrogantes esenciales del ser humano. La desaparición, en cambio, implica la incertidumbre entre la vida y la muerte. Esto es utilizado con frecuencia en la ficción, en las obras de terror. Es, además, un obstáculo irreparable en la elaboración del duelo. En definitiva, articular duelo, muerte y desaparición es algo problemático.

El militante vasco Jon Anza está desaparecido desde el pasado 18 de abril. Hasta hoy, únicamente ETA, en un breve comunicado, ha dado algunas pistas acerca de las circunstancias en las que Jon fue «tragado por la tierra». El Estado, por boca de Alfredo Pérez Rubalcaba y Rodolfo Ares, ha negado cualquier responsabilidad en la desaparición, pero, al mismo tiempo, han iniciado una sospechosa cadena de especulaciones con las que vienen a sugerir que el paradero del militante vasco es una cuestión que sólo concierne a ETA.

Esta misma semana, una periodista del semanario «Interviú» aseguraba, citando fuentes policiales, que Jon Anza «portaba 300.000 euros cuando desapareció». Desde el respeto escrupuloso a preservar sus fuentes que asiste a todo periodista, lo chocante es que esa información no haya suscitado posteriores preguntas o claras suspicacias. Dicho de otra manera, cómo puede la policía saber qué cantidad de dinero portaba Jon Anza si éste no ha pasado por sus manos con posterioridad a su desaparición.

Es una pregunta de obvia respuesta, pero la clase política y periodística en este país prefiere no formularla. Algo parecido ocurrió en 1983, cuando la brutal irrupción del GAL en la escena política no causó el que, en otras circunstancias, habría sido el principio del fin del gobierno socialista de Felipe González. Tras la desaparición de Lasa y Zabala, los políticos profesionales, los principales medios de comunicación, renunciaron de entrada a atribuir el reinicio de la «guerra sucia» al PSOE.

El actual lehendakari, Patxi López, era uno de los cargos socialistas que jaleaban y abrazaban a Vera y Barrionuevo cuando ingresaban, por poco tiempo, en la cárcel de Guadalajara por su implicación con los crímenes del GAL y la malversación de los «fondos reservados». Y Ramón Jáuregui, insumergible acorazado del socialismo vasco, era delegado del Gobierno en la CAV entre los años 1983 y 1986, precisamente el período de actividad de aquellas bandas parapoliciales. Por entonces coordinaba a los gobernadores civiles, piezas clave en la articulación de la «guerra sucia», y afirmaba sin tapujos que «por encima de las valoraciones morales o políticas, no podemos ignorar las consecuencias prácticas operativas de la irrupción del GAL en el escenario de los terroristas, que ahora no pueden sentirse tranquilos donde antes lo estaban. Alguien les está pagando con su misma moneda». El político del barrio donostiarra de Herrera fue segundo en las listas del PSOE en las pasadas elecciones al Parlamento Europeo. Nadie ha buceado en los cenagosos fondos de su historial.

La familia y amigos de Jon Anza no encuentran un miligramo de comprensión y solidaridad en esta casta de políticos y periodistas. Ni tan siquiera han encontrado un cuerpo sobre el que volcar su dolor o transitar el obligado camino del duelo que debe seguir a toda pérdida. Si no fuera porque el movimiento popular mantiene viva la llama de su memoria y de su búsqueda, la desaparición de Jon ni tan siquiera habría trascendido a la opinión pública.

¿Qué es un desaparecido?, se preguntaba a sí mismo el siniestro general Videla en declaración pública y grabada en 1979. La respuesta, por clarificadora, pone el vello de punta: «¿Qué es un desaparecido? En cuanto éste como tal, es una incógnita. Si reapareciera tendría un tratamiento X, y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento tendría un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está, ni muerto ni vivo, está desaparecido».

Jon Anza es una incógnita con la que se nos amenaza de forma colectiva. No podemos ser tan ingenuos como para pensar que solamente son víctimas los afectados de manera directa. Es importante también preguntarnos por el conjunto de la población, por el efecto que causa en ella la simple posibilidad de evaporarse en la nada. Mientras colea el pasado «pucherazo electoral», el secuestro, torturas, amenazas y posterior encarcelamiento de Lander Fernández por negarse a colaborar con la Policía, la excarcelación de presos para ser interrogados y la detención de uno de sus letrados, la sensación extrema de indefensión generada no es un efecto más de esta maratón represiva: es el fin último, el objetivo político por excelencia.

No es sólo el horror lo que provoca la inhibición de las mayorías, aunque éste sea su ingrediente fundamental. La censura y la autocensura en la Argentina de los años setenta (se emitían avisos televisivos con la frase «El silencio es salud» como consigna) ahondaron en la extensión del miedo al horror. De ese modo, la ideología del «sálvese quien pueda» encontró campo abonado y fértil. Desapareciendo a una persona hacían callar, desactivaban, a un millar.

En Euskal Herria, digámoslo claro, el silencio es una pandemia peligrosísima con varias décadas de extensión en los canales oficiales de la vida pública. Así pues, callarse es rematar a Jon Anza, exculpar a los responsables de su desaparición, poner en valor la «guerra sucia» y reforzar el estado antidemocrático que amenaza con enseñarnos «el camino hacia la cárcel» como única receta política para solventar un conflicto enquistado por la falta de cultura democrática de unos y la renuncia al coraje de otros.

Hablar alto y claro, por el contrario, es cerrarle el paso al repunte de la «guerra sucia», supone reivindicar la memoria de Jon, pero también de Pertur, Naparra y Popo Larre, eternas incógnitas de nuestra historia colectiva. Démosle argumentos, cuantos más mejor, a la verdad, y a la posibilidad efectiva de ganar esta larga batalla contra la indecencia. Y sin desfallecer ni un segundo, que se vea y oiga en todas partes: Non dago Jon?

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