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El drama del pueblo palestino

Las llaves palestinas se oxidan en Líbano

Netanyahu quiere que los países árabes los absorban, con sus chabolas, sus recuerdos, y esas llaves oxidadas que abren las puertas de viviendas que ya no existen desde 1948. Los árabes, por su parte, toleran su presencia en los campos empobrecidos, pero siempre con la advertencia de que se trata de una casa de acogida y no de un destino permanente.

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Alberto PRADILLA

Olvidada la revolución de Arafat y enterrada de facto la OLP, su existencia es un recuerdo incómodo para los líderes de lo que queda de Palestina, «un problema para quienes, si no existiésemos, ya gobernarían en su pequeño territorio», como indica Mohammed, de Sabra. Son los refugiados palestinos. Raciones individuales de sufrimiento humano gratuito. Sucesiones de historias de guerra y pobreza que son parte de Líbano. También de Jordania, Siria o Irak, donde siguen recordando que hace 61 años hubo una catástrofe que borró del mapa más de 250 aldeas y llevó al exilio a más de 800.000 personas

Seis décadas después, la fe en el derecho al retorno, reconocido incluso por la ONU, se ha convertido en un discurso fosilizado pero que, al menos sobre los papeles, sigue teniendo validez. Los campos, pobres, estrechos, asfixiantes, mantienen ese sabor a polvo seco y falta de oxígeno, convirtiéndose en doble refugio: el de los palestinos que huyeron de la Nakba y el de libaneses, sirios o egipcios que no disponen de recursos económicos y que recurren a los alquileres reducidos del guetto, que permite no pagar electricidad ni agua.

Diseminados por los doce campos que todavía quedan en pie en Líbano, los 400.000 refugiados palestinos en el país de los cedros viven mirando hacia el sur, pero conscientes de que la prioridad es ahora «vivir en las mejores condiciones posibles», como explica Abdullah el-Danan, líder del FPLP en la región de Saida y residente en el campo de Ain al-Hilweh, actualmente rodeado por el Ejército libanés.

El colectivo de refugiados palestinos en Líbano llega al 10% de la población total, y se ha convertido en mano de obra barata para un Estado que prohíbe a estos exiliados trabajar en más de 40 puestos distintos, comprarse una vivienda o participar en la vida política. «Sufrimos el racismo libanés», asegura Mahmoud, un joven de 22 años recién licenciado en Informática pero que trabaja como pintor ya que legalmente está vetado en cualquier empleo relacionado con sus estudios. Vive entre los campos de Sabra y de Chatila, en Beirut, y su único objetivo es lograr una visa que le permita dejar el campo, olvidar Líbano y hacer una nueva vida. Aunque la huida no es el único camino. «Claro que podría comprarme una casa fuera del campo, aunque tendría que estar a nombre de algún amigo libanés», explica Ali, residente en Ain al-Hilweh, «pero residir aquí es mantener la sociedad palestina. El campo sigue siendo una entidad nacional».

Aunque por distintos motivos, la gran mayoría de partidos libaneses reconoce el derecho de los palestinos a volver a casa. Pero dejarles un trozo de tierra ha sido la única ayuda que les han proporcionado. El principal argumento, como ha señalado en reiteradas ocasiones el propio Hassan Nasrallah, líder de Hizbulah, es que la entrada de 400.000 suníes en el inestable puzzle multiconfesional libanés rompería el difícil equilibrio interno del país. Por lo menos, el Partido de Dios ha reiterado su apoyo a los refugiados.

Joe Toujtoni, antiguo paramilitar cristiano que dirigió sus armas contra los campos, da voz a los extremistas que se aliaron con Israel para exterminar palestinos. «No podemos permitir que sigan aquí. Los cristianos eramos el 70% del país a principios de siglo, mientras que actualmente no llegamos al 40%». Su solución: apoyar el derecho al retorno, aunque se trate de una trampa retórica, teniendo en cuenta que la vuelta de los refugiados se ha esfumado de la agenda de negociaciones entre la Autoridad que dirige Abu Mazen y el Estado sionista.

«No queremos un pasaporte libanés», responde Mohammed, palestino de Sabra y Chatila que dejó su pueblo con 4 años y que ahora sabe que sólo unas piedras en medio de un parque recuerdan que una vez, junto a Nazaret, existió su aldea. «Nuestra lucha es por unos derechos civiles y políticos, pero nosotros somos palestinos, queremos volver a casa». Reconoce sufrir el «olvido» de algunos líderes de Ramala y pone nombre a la traición. «Abu Mazen se ha cansado de luchar. Pero nosotros seguimos aquí».

Llegaron hace 61 años y se acomodaron en las tiendas de campaña pensando en que sería algo temporal, que sus casas seguían esperándoles. Ahora los campos son ya desordenadas estructuras urbanas que no pueden expandirse pero que siguen creciendo hacia arriba al mismo ritmo que las familias palestinas. El recuerdo de la penosa travesía desde las aldeas de lo que ahora es el norte de Israel hasta los distintos refugios sigue siendo la herencia oral de la catástrofe, y pasa desde los más ancianos, únicos testigos de la llegada del sionismo, hasta aquellos que sólo han conocido una Palestina: la que se edificó en territorio libanés.

Gazela Ibrahim tenía diez años cuando los soldados israelíes llegaron a su aldea, ubicada junto a Tabaria (actual lago Tiberiades). Ahora es una anciana de 71 que ha pasado medio siglo en el campo de Ain al-Hilweh. «Recuerdo mi pueblo, era pobre y dedicado a la agricultura. Los vecinos trataron de defenderse con palos y piedras, golpeando las viviendas de zinc para provocar un sonido similar al de las balas» Una treta que no evitó su expulsión. «Los israelíes disparaban por encima de nuestras cabezas para que siguiésemos caminando», recuerda con una voz que no se quiebra, «había muchos muertos, hombres jóvenes a quienes les apartaban y les mataban».

Así rememora Ibrahim aquella larga marcha de los refugiados, la limpieza étnica que les llevaría a los primeros campos de concentración en Líbano, como Ben Juwal, al sur del país, desde donde serían dispersados. Después llegaría la creación de la OLP y las continuas guerras contra Israel, los conflictos con los cristianos libaneses que darían pie a la guerra civil y el enfrentamiento con los chiíes de Amal. Seis décadas que han alejado todavía más a los palestinos de su tierra, a pesar de mantenerse la distancia en kilómetros.

Por lo menos, Ibrahim tuvo la suerte de ponerse en marcha con los primeros disparos israelíes. Así consiguió ser reconocida como refugiada y estar inscrita en las listas de la Unrwa, la agencia creada por Naciones Unidas para proveer de servicios básicos a los palestinos exiliados. Otros no fueron tan afortunados, y los hijos de los guerrilleros que se introdujeron en el país durante los años 60, así como quienes escaparon en la ocupación de Gaza y Cisjordania en 1967 no constan en ningún registro. Oficialmente, no existen.

«¿Qué futuro puedo ofrecer a mis hijos?», lamenta Said, hijo de un combatiente de la OLP nacido en Baalbek, en el sur de Líbano, pero originario de Cisjordania. Su padre salió hacia Jordania, desde donde escapó del Septiembre Negro de 1970, cuando el Ejército del rey Hussein atacó los campos palestinos. De ahí, a Líbano. Y ahora, encerrado en Ain al-Hilweh, sin poder traspasar los checkpoints con los que el Ejército bloquea los accesos al campo porque no tiene ningún papel que lo identifique.

La ONU le permite acceder a los servicios más elementales, pero Said sabe que no es suficiente. Mucho menos para sus hijos, que tienen un futuro con fecha de caducidad. «No podrán ir a la universidad, tampoco podrán hacer un módulo profesional. Sólo son gratuitos para los refugiados con papeles, y yo no tengo dinero para pagar un curso en un centro libanés», relata amargamente. Hace seis meses la embajada palestina logró un acuerdo con las autoridades libanesas para poner en marcha un documento con el que facilitar la vida a los refugiados convertidos en sin papeles. Pero el experimento duró apenas dos meses y terminó enterrado por la corrupción de los funcionarios palestinos. «Utilizaron la posibilidad de legalizar nuestra situación para repartir carnés a egipcios y sirios», protesta. «Por lo menos, pude ir dos veces al la playa».

Seis décadas después de la Nakba, los refugiados palestinos sobreviven en Líbano como ciudadanos de segunda. Sucesos como los enfrentamientos de 2008, cuando el Ejército arrasó el campo de Naher el-Bared, amenazan con extenderse a otros campos. Y sus habitantes, víctimas convertidas en invitados incómodos que han alargado su visita durante demasiado tiempo, tienen miedo. «Creemos que podrían comenzar operaciones contra los campos. Fatah al-Islam (milicia islamista que se enfrentó al Ejército libanés) fue sólo una excusa, ni siquiera son palestinos», explica Ali.

Con el derecho al retorno reducido a la retórica de una revolución que se extinguió en Oslo, resignarse a luchar por unas condiciones de vida dignas se ha convertido en una salida a corto plazo. La solución de los dos estados patrocinada por occidente tampoco aporta soluciones a un colectivo que constituye el grueso de la población palestina pero que, por el momento, tiene que conformarse con seguir aferrada a esas llaves que abren unas puertas que sólo existen en fotografías en blanco y negro.

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