Ángel Guerra Cabrera | Articulista y analista político
Honduras no es excepción
El golpe de estado contra el presidente constitucional de Honduras, Manuel Zelaya, reitera el odio feroz de las oligarquías de América Latina al derecho del pueblo a ser escuchado y a participar en la decisión de su destino. Está lejos de ser una anomalía (Remember 11/4/02 en Venezuela y la sedición separatista en Bolivia) en un contexto, por demás imaginario, de «retorno» de la democracia a América Latina.
No es riguroso hablar de regímenes democráticos donde reina la desigualdad, el número de millones de pobres va en ascenso y cada vez es mayor el abismo entre una pequeña y opulenta élite que detenta el poder económico y político y la inmensa mayoría de la población.
Ha habido sí crecientes luchas populares por la democracia que han abierto nuevos espacios políticos y cambiado el mapa político regional, y existen naciones en las que se lucha mediante sistemáticas políticas de Estado para cerrar aquella brecha y propiciar que el pueblo pueda expresarse, participar y, sobre todo, influir en la determinación de las políticas públicas, como son los casos de Cuba, Venezuela, Bolivia y Ecuador. No es casual que Zelaya se acercara a Hugo Chávez, Daniel Ortega y Fidel y Raúl Castro, y promoviera el ingreso de su país al Alba cuando se dio cuenta de la hostilidad de la oligarquía local y del capital internacional contra sus prudentes proyectos de justicia social y participación.
El primitivismo político y la impudicia de forma y fondo de que ha hecho gala en los últimos días una oligarquía criolla habituada a gobernar a garrotazos y sin rendir cuentas más que al Comando Sur de Estados Unidos ha tenido la virtud de recordarnos la verdadera entraña antidemocrática de las clases dominantes, sin excepción, al sur del río Bravo. No es nuevo que, apoyadas más o menos veladamente por Washington, sean capaces de ejercer toda la brutalidad contra el pueblo y de hacer que corra la sangre a raudales cuando ven cerca la posibilidad de reforma social. En fin de cuentas, qué diferencia sustantiva puede argumentarse entre la refinada oligarquía chilena y la bananera de Honduras. Ya lo resumió Rafael Correa cuando llamó pinochetti al dictador impuesto por los espadones de Tegucigalpa, también bautizado por Chávez como goriletti.
Lo que sí hace una diferencia en este caso respecto al pasado es la unánime condena internacional a los golpistas, atribuible a su grotesca actuación con ribetes de vodevil, a todas luces indefendible, pero principalmente al avance de la conciencia política de los pueblos y de la relación de fuerzas en la lucha contra el imperialismo, en primer lugar en América Latina. Tras esta nueva realidad política están el caracazo; el levantamiento indígena de Chiapas; las insurrecciones populares contra los gobiernos neoliberales en Bolivia, Ecuador y Argentina, y los pasos hacia la unidad, integración y concertación política continental. Unasur, el Alba, Caricom y el Grupo de Río son ya centros de coordinación política sin la presencia de Washington que sustancian la independencia latinoamericana. También influyen en este escenario la heroica resistencia palestina contra el nazi-sionismo, el descalabro militar de Estados Unidos en Irak y Afganistán y, cómo no, su derrota por intermedio del Ejército israelí a manos de la resistencia patriótica de Líbano.
El presidente Zelaya ha actuado con gran dignidad y su proyección internacional de hombre honesto y comprometido con los pobres crece en la misma medida que aumenta el repudio contra la pandilla de militares, grandes empresarios, dueños del poder mediático, diputados y jueces, que cohonestó el golpe pisoteando la Constitución de Honduras. Nunca olvidaré el descaro con que ante los ojos atónitos del mundo, en vivo y en directo, se inventaron la supuesta carta de renuncia del presidente constitucional.
La batalla que se libra hoy en Honduras es por la libertad de todos los pueblos de América Latina, y existen todas las posibilidades de ganarla por el pueblo hondureño con el presidente Zelaya al frente, siempre que no se negocie con la cúpula golpista que, al contrario, debe ser sometida a juicio por sus graves violaciones a la Constitución y las leyes. Lo que precipitó el golpe en Honduras fue la lucha del presidente por hacer que el pueblo fuera escuchado, un principio jurídico y político sin cuya observancia no puede hablarse de democracia.
© La Jornada