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40º aniversario del primer viaje de la humanidad a la luna

«Houston... ¡El Águila ha descendido!»

El acontecimiento más importante de la historia de la humanidad. Así ha sido definido. Mañana se cumplen cuatro décadas desde que Neil Armstrong, primero, y Edwin Aldrin, a continuación, estamparan sus huellas en la superficie de la Luna. El ser humano había logrado despegarse de los límites físicos de la Tierra.

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Joseba VIVANCO

Houston, aquí Base Tranquilidad. ¡El Eagle ha descendido!». En Houston eran las 4:17:43 del 20 de julio de 1969. Hace ya cuarenta años se cumplían los sueños de escritores como Johannes Kepler (con su obra «Somnium», publicada en 1634), Cyrano de Bergerac («Historia cómica de los Estados e imperios de la Luna», 1650), Edgar Allan Poe («La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall», 1835), Julio Verne («De la Tierra a la Luna», 1865), H.G. Wells («Los primeros hombres en la Luna», 1901)... y los de millones de personas que frente a sus televisores observaban, con la respiración anestesiada, el alunizaje del Apolo XI sobre el grisáceo polvo lunar.

«Estoy en el peldaño inferior de la escalera», se escuchaba decir al comandante Neil Armstrong horas después. A las 10:56, según su reloj Omega, pronunciaba las palabras que pasarían a la historia: «That's one small step for a man, one giant leap for mankind» (Es un paso pequeño para un hombre, pero un salto gigante para la humanidad).

Su huella, la del primer ser humano que pisaba la Luna, seguirá intacta durante 500.000 años. Quién sabe, quizá para entonces, la hazaña de aquellos tres astronautas -Armstrong, Aldrin y Collins- sea idealizada, como escribió poco después René Barjavel, como «uno de esos recuerdos en que se confunden historia y leyenda y que dan motivo a sonrisas y fantasías». Quizá sea cuando nuestros descendientes se pregunten dónde estaba la Tierra como nuestros antecesores se preguntaban dónde estaría el Edén.

De todas formas, hace cuatro décadas aquel logro fue colocado en la cumbre de la historia de la humanidad. «Nos hallamos en lo que es, sin duda, el punto decisivo más importante en la historia de nuestro planeta», resumió al administrador de la NASA George Mueller. Por primera vez, añadía, «el hombre ha tomado la decisión consciente de seguir un camino que habrá de transformar el futuro de la humanidad».

Quién sabe si el origen de ese éxito comenzó en el sueño de algún visionario escritor, quién sabe si venía marcado en el ADN de aquellos ancestros africanos que comenzaron a colonizar todo el planeta hace unos 6.000 años, o si simplemente se fraguó en la promesa del malogrado J.F. Kennedy -muerto a tiros en 1963- para responder al poderío espacial soviético en plena Guerra Fría. Lo cierto es que las fogatas de decenas de campamentos levantados en torno a Cabo Kennedy iluminaron con su centellear a los elegidos para la gloria: Michael Collins, Edwin Buzz Aldrin y Neil Armstrong. Era el 16 de julio de 1969 y los tres eran conducidos al titánico cohete Saturno V.

Ya en la plataforma de acceso, a 98 metros de altura, Armstrong recibía un curioso objeto de poliestireno, de más de un metro de longitud, bautizado como ``Llave de la Luna''. Aldrin, por su parte, cargaba con unos particulares amuletos, como el mismo explicaría: «En un bolsillo llevaba un parche alusivo a la misión Apolo I. También dos medallas soviéticas, una que honraba al cosmonauta Vladimir Komarov -muerto en la Soyuz I- y la otra a Yuri Gagarin, que había perecido en un accidente de aviación un año antes. Me proponía dejar esos recuerdos en la Luna».

En el centro de control, Roco Petrone, director del lanzamiento, exhortaba a sus colaboradores: «Dentro de pocos minutos habremos empezado a ganarnos el sueldo...». La cuenta atrás comenzó, el Saturno comenzó a elevarse y seis segundos después la onda expansiva hizo temblar los cristales de la sala de mando. Eran las 9:32. Un minuto después, brazos y piernas se incrustaban en los trajes espaciales de los astronautas. «Sentí que se me colgaba la mandíbula», recordaba Aldrin. A 27.000 kilómetros empezaron a observar el disco completo del planeta que dejaban atrás. «Ahí estábamos tres criaturas que respirábamos aire, acostados para pasar la noche en aquella diminuta burbuja de oxígeno», rememoraba.

Al tercer día, el Apolo XI estaba ya en la sombra de la Luna. «Es algo que vale el precio del viaje», diría Armstrong. Y llegó el 20 de julio. El módulo lunar «Eagle» (Águila) se desprendió del módulo ``Columbia'', descendiendo hasta 14 kilómetros por encima de la superficie lunar sin ningún contratiempo. Nada que ver con lo sucedido una vez pasados los 10.700 metros, cuando una alarma se activó. En Houston, los rostros del personal se pusieron azules. La computadora del módulo estaba sobresaturada de datos del radar de alunizaje y amenazaba con empezar de nuevo con los cálculos. Si sucedía, el botón rojo de cancelación era el siguiente paso, el que nadie quería ni imaginar.

Se optó por el aterrizaje manual y, mientras el «Eagle» descendía a 37 metros por segundo, el comandante Armstrong tomó los controles y buscó por la ventanilla un lugar plano y sin rocas. Aminoró la caída a 5,8 metros por segundo, a 2,75, a sólo 1 metro por segundo a falta de 91 para tocar suelo... Una maniobra ralentizadora que consumía con velocidad el limitado combustible. «Sesenta segundos...» (de combustible), se escuchó desde Houston. El módulo caía a sólo 75 centímetros por segundo... «Fueron los 22 segundos más largos de mi vida», llegó a decir el presidente estadounidense, Richard Nixon. Una luz indicó que las patas del módulo lunar habían hecho contacto. Las pulsaciones de Armstrong galopaban a 156 por minuto. Les quedaron sólo 20 segundos de combustible.

Algo más de tres horas después, Armstrong, de 38 años, descendía los nueve peldaños de la escalerilla e imprimía la huella de su pie izquierdo. Veinte minutos después, Aldrin hacía lo propio. «¡Una hermosa desolación!», sería una de las frases que resumiría aquella experiencia virgen. Primeros paseos y manos a la obra con la labor científica encomendada. Dos horas y once minutos sobre suelo lunar.

Cuatro horas después del despegue se ensamblaron con el «Columbia», donde les aguardaba el «hombre más solitario del universo», su compañero Collins.

El 22 de julio ponían rumbo a casa, hacia la pequeña canica azul que divisaban más allá del horizonte lunar. Pasarían 60 horas antes de amerizar en el océano Pacífico, al sudeste de Hawai. George Mueller, administrador de la NASA, sentenciaría: «Hemos demostrado de un modo concluyente que el hombre no está ya atado a los límites del planeta en que ha vivido largo tiempo».

Fueron recibidos como héroes por las autoridades y la ciudadanía de EEUU. El 13 de agosto desfilaban, bajo una intensa lluvia de confetis, por la avenida Brodway de Nueva York, tres días después lo hacían por las calles de Houston. Así comenzaba su viaje a través de la gloria terrenal.

Polvo lunar

Se quedó sin foto

Armstrong era el fotógrafo oficial de la misión y no sale en ninguna de las imágenes tomadas en la Luna. Quien aparece es Aldrin; hasta la famosa huella es suya.

La fama

Aldrin fue quien peor llevó después la fama. Llegó a sumirse en una profunda depresión y tuvo problemas con el alcohol. Actualmente, fomenta viajes al espacio.

El romano

«En esta casa nació Michael Collins, el intrépido astronauta de la misión Apolo 11», se lee en el nº 16 de Corso d'Italia, en Roma, donde su padre era agregado militar.

¿El 20 ó el 21?

Ocurrió el 21 de Julio a las 02:56 Hora Universal o de Greenwich-GMT, por ejemplo, de Europa; pero a las 22:56 horas del día 20 en América, más concretamente, en Houston.

Expectación

En el centro de control de lanzamiento había 206 diputados, 69 embajadores, 100 ministros de ciencia, agregados militares y hasta 3.000 periodistas.

El «águila»

El módulo lunar «Eagle» permanece desde entonces en la Luna y una de sus patas lleva una placa firmada por los tres astronautas y por el presidente Richard Nixon.

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