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CRÓNICA | Día del carbonero en el Valle de Lana

Los últimos carboneros muestran los secretos de un oficio que se extingue

Al contemplar las humeantes carboneras en Biloria, parecía que se hubiera detenido el tiempo. Un viejo oficio, convertido casi en atractivo turístico, sirvió ayer para rememorar las épocas en que el carbón era un importante medio de vida.

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Iñaki VIGOR

La película «Tasio», de Montxo Armendariz, asombró a muchos por el trabajo de los carboneros, un oficio ancestral y duro del que vivían familias enteras cuando la mecanización todavía no había llegado al campo. Aquella película se estrenó en 1984, hace ya 25 años. Ya entonces se decía que los carboneros eran una «especie» más en extinción, como otras muchas que han ido desapareciendo con el paso del tiempo. Sin embargo, en el valle navarro de Lana todavía queda un puñado de hombres que se aferra a la producción de carbón vegetal de forma artesana, tal como lo han venido haciendo desde hace varias generaciones.

El más veterano de todos ellos es Angel Nieva, de Biloria, que precisamente aparece en algunas escenas de la película «Tasio». A sus 80 años de edad, se resiste todavía a dejar un oficio en el que se inició hace medio siglo, aunque reconoce que ya no está en condiciones de realizar los trabajos que requiere la producción de carbón. «Me da pena que se pierda, porque es algo bonito. Pero yo también lo voy a dejar. Si no fuera por el hijo, que trae la leña con el tractor y me echa una mano, yo solo no podría hacerlo», comentaba ayer Angel Nieva junto a la carbonera que había preparado el pasado jueves.

Su padre no era carbonero, porque «se dedicaba a la labranza y no tenía tiempo», y él no comenzó en este oficio hasta que cumplió los 30 años, hace ya medio siglo. «Entonces había que hacer los trabajos de la tierra con bueyes, y no teníamos tiempo para hacer carbón, porque también había que cuidar el ganado. Luego llegaron los adelantos, los tractores y remolques, y eso te permite hacer las labores del campo en quince o veinte días. Fue entonces cuando yo empecé a tener tiempo para hacer carbón. Me enseñaron un poco otros carboneros y ¡tira, adelante! Así es como empecé yo», recuerda Angel Nieva.

Antes que él, la mayoría de los vecinos de Biloria ya se dedicaban a este oficio. De cuarenta habitantes que tenía el pueblo, treinta vivían del carbón. Pero aquellos eran otros tiempos. Como no había tractores para llevar la leña al pueblo, los hombres tenían que hacer todo el trabajo en el monte. A Angel Nieva no le tocó vivir aquella época, pero todavía conserva los recuerdos de su juventud, de los tiempos en que casi todos sus vecinos pasaban más días en el monte que en el pueblo: «Se hacían una chabola con troncos, la cubrían de tierra y allí dormían y comían. Tenían que llevar del pueblo agua y comida. Alubias, tocino y habas. Eso es lo que comían entonces».

De padre a hijo

Ahora el oficio es mucho más llevadero, aunque no por ello deja de ser duro. Los cuatro carboneros que quedan en Biloria hacen la leña en el monte durante el invierno, de los lotes que les corresponde del comunal. «Lo más duro es hacer la leña y acarrearla en el monte, porque son bosques llenos de zarzas y maleza, y con el tractor no puedes entrar a todos los sitios. Hay que cogerla al hombro y llevarla hasta un sitio al que puedas llegar con el tractor. Fíjate qué leña es -señala con su bastón-. Algunos troncos son tremendos, no se podrían traer hasta aquí sin ayuda».

Los montes que rodean Biloria están poblados de encinas, que son las que proporcionan la mejor leña para carbón. A una hora de caminata del pueblo, hacia el puerto de Larreinate, se encuentran los bosques de la sierra de Lokiz, donde hacen la mayor parte de la leña. Una vez pasados los rigores del invierno, con la leña ya cortada y preparada, comienza la elaboración de las carboneras. «Solemos empezar en mayo, porque cuanto más seco esté el tiempo, más se aprovecha la leña y sale mejor carbón», explica Nieva.

La experiencia de su medio siglo en el oficio la ha transmitido a su hijo José Mari, que precisamente tiene 50 años. Al igual que a su padre le enseñaron otros carboneros, él ha mostrado a su hijo cómo se levanta la txondorra, cómo se va haciendo en la tierra una base circular con los troncos más gruesos y cómo se va construyendo una gran pira alternando troncos recios y delgados, intentando siempre que sea lo más compacta posible. En el centro se deja una especie de chimenea, por donde se añade el betagarri. Después se cubre todo con paja, o incluso brezo y helecho, como se hacía tradicionalmente, y se tapa con tierra para que no quede ningún resquicio que deje pasar el aire. En ese caso, la leña ardería, en lugar de cocerse, y el trabajo no serviría de nada.

«Esta carbonera -señala José Mari con su inseparable makila- nos cuesta un día montarla. Luego hay que esperar ocho o diez días para cocer la leña, según la marcha que le des. Durante ese tiempo hay que vigilar casi de continuo, porque si te descuidas un poco, se puede quemar, hacerse un agujero y venirse todo abajo».

Ésta es una de las cuatro txondorras que han levantado y tiene unos 5.000 kilos de leña, que se transformarán en unos 1.500 de carbón. Sus paredes de tierra no dejan de expulsar humo a través de unos pequeños agujeros llamados banderillas, que le sirven de respiradero.

Si el humo que sale por ellos es azul, significa que el fuego ha llegado hasta allí, y entonces hay que taparlos y bajar las banderillas más abajo. Cuando sale el fuego por la parte más baja, significa que el carbón ya está hecho. Entonces hay que quitar toda la tierra, limpiar de impurezas la leña transformada en carbón y volverla a echar para que se enfríe. Todo este proceso se realiza con ayuda de una pequeña escalera, rastrillos, palas y diversos aperos.

Para aprovechar las leñas más menudas, los restos, es costumbre hacer carboneras más pequeñas. «Dan para media docena de sacos de carbón y son una monada. Aquí les llamamos txindorros», aclara Angel Nieva, consciente de que es una palabra vasca y de que «seguramente todos estos aperos también tendrán nombre en vasco».

Cuando el carbón ya está recogido en sacos, los vecinos de Biloria sólo tienen que esperar a que lleguen representantes de asadores y restaurantes para comprarlo. «Nosotros hacemos unos 4.000 kilos de carbón al año y lo vendemos en sacos de 20 ó 25 kilos. Cada saco se cobra entre 16 y 20 euros, según el tamaño», informa Angel Nieva.

Pero parece que el dinero no compensa este duro trabajo artesanal, porque nadie quiere dedicarse al oficio. Además de Nieva, en Biloria quedan otros tres carboneros: Emilio Galdeano, Miguel Lander y José Antonio Ulibarri. Todos ellos mostraban ayer orgullosos las txondorras que habían levantado en diversas zonas del pueblo, pero también eran conscientes de que éste es el último reducto de un oficio que desaparece.

«En el resto del valle ya no queda ninguno. En Gastiain había uno, pero creo que este año no ha hecho carbón. Y Ulibarri me dijo el otro día que ya no va a hacer más, que se retira», comentaba Angel Nieva con resignación. Su hijo José Mari añade que en Biloria hay otro carbonero más joven que él, de 46 años. «Pero más jóvenes ya no hay ninguno -remarca-. No quieren saber nada. Es un oficio muy costoso, `manchoso' y duro».

Un oficio que fue visto ayer por primera vez por cientos y cientos de personas en este pequeño pueblo del valle de Lana, conocido en Nafarroa como «la pequeña Rusia». Algunos dicen que el propio nombre de «Lana» hace referencia al trabajo fatigoso de los carboneros. Lo que nadie supo decir es de dónde procede el oficio, y quién fue el primero que tuvo la idea de cocer la leña para hacer carbón.

Homenaje

En Biloria, un pueblo de veinte habitantes donde Montxo Armendariz rodó la película «Tasio», fueron homenajeados ayer los últimos carboneros que quedan en el Valle de Lana, y probablemente en todo Euskal Herria.

curiosidad

Cientos y cientos de personas siguieron con curiosidad el proceso de elaboración artesana del carbón vegetal. Casi una veintena de «txondorras» humean estos días en Biloria. El carbón que producen será adquirido por asadores y restaurantes.

Ya no es como antes

Hasta la llegada de los tractores, los carboneros del Valle de Lana pasaban en el monte buena parte del año, comiendo alubias, tocino y habas. Ahora llevan la leña hasta el mismo pueblo, pero sigue siendo una profesión dura y exigente.

«Txindorros»

Los troncos se llevan al pueblo desde los encinares de la sierra de Lokiz. Para aprovechar las leñas más menudas se hacen pequeñas carboneras. «Dan para media docena de sacos de carbón y son una monada. Aquí les llamamos `txindorros'».

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