Quienes comparan «Mein Führer» con los clásicos del humor sobre Hitler o el Holocacusto se equivocan, porque la película de Dani Levy poco o nada tiene que ver con ellos, salvo algún que otro guiño malicioso, como el momento en que se apoya en el globo terráqueo (Chaplin), el grito de «¡Heil Yo Mismo!» (Lubitsch) o las conversaciones del protagonista judío con los hijos pequeños que han crecido en el campo de concentración (Benigni). El cineasta suizo parece más obsesionado con la reciente «El hundimiento», que era un dramón en toda regla, así que sus tiros apuntan directamente hacia lo hecho por Oliver Hirschbiegel con la figura del dictador. Por ese apocalíptico camino, no es de extrañar que se le hiele la sonrisa, a tenor de lo cual la caricatura hitleriana que asume Helge Schneider tiene tan poca gracia como la que podía provocar el suicida Bruno Ganz. Es natural, por lo tanto, que el público no se lo pase bien viendo «Mein Führer», y que no se oigan carcajadas en las salas donde se proyecta. Aunque suene un tanto pedante lo que voy a decir, creo que la película de Levy invita a reír interiormente y en silencio.

Dani Levy ha arriesgado más que sus predecesores, máxime teniendo en cuenta que vive y trabaja en Alemania. Su película puede llegar a ser desconcertante, lo admito, pero la veo muy avanzada en toda su concepción. Lo único parecido que se ha hecho en el cine reciente es «Il divo», esa rara genialidad de Sorrentino en torno a la figura vampírica de Andreotti, caricaturizado por el gran actor Toni Servillo. El Hitler de Levy y Schneider obedece también a una perversa inspiración basada en las parodias políticas televisivas, al estilo de los «muñegotes», sólo que trasladada a un contexto surrealista. En efecto, la hoy obsesiva fidelidad por la documentación histórica es sustituida por una corrosiva interpretación de lo sueños. A través de ellos se puede penetrar en el corazón de la bestia, algo que la investigación de los hechos no consigue por sí misma.