Jon Odriozola Periodista
De pícaros modernos
Lazarillo no ofende, sino que es ofendido en un medio hostil. Hoy estamos acostumbrados a que, al final, no se haga justicia con políticos, grandes empresarios y banqueros corruptos que, encima, nunca devuelven ni un maravedí
El fiscal general del Estado, Cándido Conde-Pumpido, en el inicio del año judicial ha dicho que las causas por corrupción en España se duplicaron en 2008. Cabe la posibilidad de comparar esta, digamos, picaresca moderna con la habida en el siglo áureo de los Austrias. Pero no hay tal cosa.
Al pícaro del Siglo de Oro le obsesiona el hambre y hace mercancía de su ingenio; al pícaro contemporáneo le mueve el lujo. «El Lazarillo» es un antihéroe; el de hoy, un villano. El pícaro de Tormes no es un delincuente ni un criminal; el de hodierno se lo lleva crudo y hasta se jacta como Zaplana (yo estoy en «política» para forrarme). El Lazarillo va aprendiendo a fuerza de zurriagazos y engaños a manejarse en la vida; los pícaros modernos a base de talonarios y transfuguismos (el propio Zaplana en Benidorm y Esperanza Aguirre en Madrid, de quien trata el último libro del amigo y colega Alfredo Grimaldos titulado «La lidereS.A.» editado por Foca-Akal). En la época del Lazarillo el ambiente resulta espectral... menos la epifanía diaria del hambre; en la actualidad, todo es real, incluido el paro y la protomiseria. Y, ahora, algún tópico. En la «Segunda Parte del Lazarillo de Tormes» de H. Luna, Lázaro dice: «porque siempre quise más comer berzas y ajos sin trabajar que capones y gallinas trabajando». J. García Mercadal dirá que el español se conformaba con comer poco a cambio de trabajar menos. Hoy los pícaros sin mérito comen de gorra y viven como marqueses sin hincarla a cuenta de dietas, presupuestos y otras morisquetas y martingalas. Grimaldos pone el ejemplo del Consejo de Administración de Caja Madrid, donde «se gana más y se trabaja menos». No hay anacronismo. «Guzmán de Alfarache», de Mateo Alemán, sí es el pícaro por antonomasia que engaña sin escrúpulo y se esmera en el rufianismo, lo que le diferencia del Lazarillo, de quien deseamos que no lo pillen en ninguno de sus desafueros. Los pícaros posmodernos son, al igual que el bufón Estebanillo González, «el primero en el botín y el fugitivo primero en la pelea». Vale.
Tal vez pudiera hablarse de un pícaro literario de carácter -si no es abundosidad- subversivo en el sentido carnavalesco-bajtiniano (de M. Bajtin), según el marroquí Ismail El-Outmani. Podría decirse acaso que «El Lazarillo» es un texto disolvente, lixiviante, que parodia la «vida» de los santos (yo leía tebeos de «Vidas ejemplares» de crío). El pícaro es la contrafigura del santo. Su vida es la de un santo puesta, diríamos, al revés, pero fáctica y no contrafáctica, real y no virtual. Lazarillo no ofende, sino que es ofendido en un medio hostil. Hoy, como apunta Grimaldos, estamos acostumbrados a que, al final, no se haga justicia con políticos, grandes empresarios y banqueros corruptos que, encima, nunca devuelven ni un maravedí de lo chorimangado.
E. Aguirre, castiza y cañí ella, es una «liberal» que siempre ha vivido del erario público como funcionaria o en algún cargo público. Su plan es simple (como ella misma): saquear la finca de los madrileños para repartir entre amigos, correligionarios y parientes. Y no pasa nada en un país en el que todo está atado y bien atado. O, como diría Bergamín, muerto el perro (Franco), se murió el perro, pero no la rabia.