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El «sí» irlandés no despeja el camino hacia un modelo más democrático de la Unión Europea

Más que alegría, el resultado del segundo referéndum celebrado en la República de Irlanda sobre el Tratado de Lisboa provocó un generalizado alivio entre los dirigentes políticos de la Unión Europea porque, si el «no» se hubiera vuelto a imponer como ocurrió hace un año, el sentimiento que habría embargado a quienes dirigen las instituciones comunitarias y el de los líderes de los principales estados que la conforman habría sido una mezcla a partes iguales entre la frustración y el ridículo. En esta ocasión, los irlandeses han votado mayoritariamente a favor del documento en lo que no deja de ser un ejercicio democrático, porque igualmente podían haberse inclinado hacia el «no», aunque la propia reedición de esta consulta tenga un incontestable tufo antidemocrático, ya que esta nueva oportunidad sólo les ha sido brindada porque en la primera ocasión no votaron de acuerdo a lo que dictaban las élites políticas de la UE. Ahora, claro está, nadie buscará subterfugios legales para que el referéndum se repita en la isla, por ejemplo, dentro de un año o de cinco.

Lo que resulta paradójico es que las primeras reacciones de esa élite quisieran destacar, precisamente, el carácter democrático del apoyo recogido por el Tratado tras su paso por las urnas irlandesas, obviando que la mayoría de los estados miembro eludieron esa consulta para evitar, en primer lugar, que la democracia se consolide como un modelo de participación del conjunto de la ciudadanía en la toma de decisiones y, al mismo tiempo, que el periplo del cuestionado documento no se eternizara en el tiempo.

Más allá de las repercusiones políticas y sociales que este resultado tenga en Irlanda, en el conjunto de la Unión pocas cosas cambiarán. El Tratado de Lisboa no es más que una reforma muy limitada del funcionamiento de las instituciones comunitarias y, si finalmente se llega a aplicar, sus consecuencias ya estarán «descontadas» en el balance general de quienes siguen de cerca la evolución de la Unión desde su ampliación a Veintisiete.

Tampoco conviene olvidar que el «problema irlandés», ya resuelto, no es el último escollo que tienen que superar los promotores del Tratado, que ayer miraban con cierta preocupación hacia Varsovia y Praga. Tanto el Parlamento polaco como el checo han dado ya sus respectivo síes, pero los presidentes de ambos países aún no han puesto su firma sobre esos acuerdos (nuevos ejemplos de una democracia limitada a la lucha de intereses particulares entre las élites políticas). Lech Kaczynski se ha comprometido a rubricar el «sí» polaco tras conocer el resultado favorable en Irlanda, pero Vaclav Klaus intenta ponerlo más difícil. Ayer mismo, cuando en Dublín se daba a conocer el resultado del referéndum, el presidente checo participaba en Praga en una manifestación contra el Tratado de Lisboa. No obstante, la adhesión de Praga no depende realmente de la firma presidencial, sino de un fallo del Tribunal Constitucional, y sería una sorpresa mayúscula que éste fuera negativo una vez que ya se posicionó a favor en primera instancia.

Menos consistentes parecen por el momento las especulaciones sobre la «promesa» preelectoral de los conservadores ingleses de someter a referéndum el Tratado en caso de que, como auguran las encuestas, en los comicios que se llevarán a cabo la próxima primavera desbanquen a los laboristas del poder en Londres. Para entonces es más probable que los tories ni siquiera tengan que justificar un cambio de posición porque el plazo para celebrar la consulta ya se habrá agotado.

Lecciones pendientes en Euskal Herria

Con la óptica democrática también se deben observar dos elementos que han marcado el final de esta semana en Euskal Herria: el caso de la desaparición de Jon Anza y el VI Congreso del PSE. Y en ambos se pone de manifiesto que en nuestro país es la falta de democracia la que marca el devenir sociopolítico.

Ha correspondido a GARA poner el foco sobre la tesis de que el militante de ETA fue capturado, interrogado hasta su muerte y enterrado en suelo francés por un cuerpo policial español. Como es de esperar en un estado de derecho que desee ofrecer una imagen de normalidad democrática, la Fiscalía de Baiona ha reaccionado ante esa información mostrándose dispuesta a analizar todos los elementos que sirvan para esclarecer el caso. Esa actitud de los tribunales franceses -más allá de lo que puedan ocultar las buenas intenciones- ha servido para subrayar el escaso, cuando no nulo, bagaje democrático de las instituciones del Estado español, al igual que de las autonómicas, de la mayoría de la élite política vasca, enrocada en un mutismo vergonzoso, y de aquellos medios de comunicación que anteponen su sumisión a la «razón de estado» al código deontológico que, se presupone, les obliga a trasladar a la ciudadanía todos los datos que pueden contribuir a formar la opinión pública. Tristemente, se observa una vez más que en Euskal Herria las lecciones de democracia continúan fuera del currículum de muchos políticos y periodistas.

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