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Maite UBIRIA I Periodista

Pulso social frente a la vacunación forzosa

La campaña de vacunación contra la gripe A ha arrancado con mal pie en la República. Emulando a Fraga en Palomares, la ministra Bachelot se ha hecho fotografiar mientras se hace inyectar, presuntamente, una dosis de la vacuna.

Bachelot se declara afortunada por tener acceso a un medicamento que ha causado ya una primera alarma grave.

El probable caso de síndrome de Guillain-Barré ha puesto a temblar a los gestores sanitarios, incapaces de encontrar un antídoto contra la desconfianza.

Novartis ha hecho el agosto en la República, que ha comprado dosis suficientes para vacunar a la práctica totalidad de sus habitantes. El problema ahora es que para justificar el desembolso se impone encontrar a millones de cobayas dispuestas a administrarse una, dos o no se sabe cuántas dosis de un producto cuyo prospecto causa bastante más miedo que la gripe.

Mejor que hacer alarmismo barato frente a la millonaria campaña lanzada por Sanidad para inocular el miedo a la población, hablemos de cómo responde ésta al acoso mediático.

Entre el personal sanitario se confirma una rebelión silenciosa. Hasta el punto de forzar a Bachelot a amenazar con represalias a quienes rehuyan participar en el dispositivo de una vacunación, a priori, voluntaria.

Cuando el colectivo que dispone de mejor información y al que se atribuye un índice de confianza superior hacia la práctica médico-farmacéutica boicotea una vacuna creada y comercializada a toda prisa, es bastante lógico que el ciudadano se muestre receloso.

Sin embargo, para entender mejor esta crisis de confianza, cabe recordar que la misma ministra que se afana hoy en llevar la vacuna-milagro hasta el último rincón del Hexágono maneja planes para «racionalizar» el mapa sanitario que dejarán sin asistencia cercana a los ciudadanos de las zonas rurales. Todo ello dentro de una reforma más dirigida a que los centros sanitarios dediquen más energía y presupuesto a alcanzar estándares de competitividad que a garantizar el derecho universal a la salud.

Sea una afección pasajera o el reflejo de un malestar más profundo, no es para nada un mal síntoma que, incluso a pesar de las poderosas recomendaciones de las autoridades -también las sanitarias-, la ciudadanía conserve la capacidad de valorar riesgos y adoptar decisiones.

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