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Antonio Alvarez-Solís periodista

Crece el suburbio político

El apoyo a la sentencia de Estrasburgo que confirmaba la validez de la ilegalización de Batasuna y otras formaciones de la izquierda abertzale, que PSE y PP llevaron al Parlamento de Gasteiz, ha trazado una línea entre «demócratas» y quienes no lo son, línea que Antonio Alvarez-Solís compara con la trazada por la Restauración y el franquismo en el Estado español tras la primera y la segunda repúblicas, respectivamente, que «decretó con uso de leyes aberrantes cómo había de ser la democracia, orgánica por supuesto; militar, por supuesto».

Si el estructuralismo constituye una mecánica válida para presuponer el resultado último de ciertas posturas iniciales, tenían PSE y PP que llegar necesariamente al límite del autoritarismo. Dice un proverbio chino que el que cabalga un tigre ya no puede desmontar. Cuando se arrasa la democracia y se castra la libertad todo lo execrable aflora finalmente sin remedio. La secuencia se produce por sí misma a lo largo del discurso eliminador de los valores humanos ¿Acaso podía generar bienes liberales la Ley de Partidos y sus consecuencias judiciales? PP y PSE acaban de trazar al fin la frontera entre el ser y no ser de la libertad. La globalización del concepto de terrorismo hasta convertir el pensamiento en un inacabable repertorio de expresiones criminales convierte en impracticable la razón. Estamos ya ante la frontera para expulsar masivamente al adversario. Un adversario múltiple caracterizado por todo lo que detestan quienes gobiernan. Se trata de alzar un muro que separe a los que son demócratas de los que no lo son. La distinción la hacen precisamente los que celebraban con tanto regocijo la caída del muro de Berlín. Ofende íntima y profundamente al ciudadano razonable y razonador. Oigamos al «popular» Sr. Barreda: Hay que «ir un paso más allá en términos de exigencia y de pedagogía democrática. Hay que restablecer con toda nitidez la línea que distingue a los demócratas de quienes no lo son. Después de la sentencia de Estrasburgo, los días en que algunos pudieron pretender tener un pie a cada lado de la raya forman ya parte de la prehistoria democrática de este país». En esta condena previa de las posibilidades de acción política «no correctas» se enfila claramente al PNV. No valen habilidades. Todos los nacionalistas están al otro rayo de la fina línea roja, como los miembros de EA, Aralar, EB...

Se ensancha el campo de concentración en que yacen los abertzales de izquierda para que ingresen los nuevos revestidos con el pijama de rayas. Mucho más de la mitad de la población euskaldun es marcada con el signo condenatorio. Son sencillamente enemigos de la democracia establecida por los unionistas. El crimen cualificado con ira fría por el Sr. Pérez Rubalcaba abarca cualquier opción de pensamiento, desde la lucha armada hasta gestos autodeterminatorios. Todas esas expresiones políticas pertenecen ya a un pasado casi remoto. Son «prehistoria» democrática. El reduccionismo resulta desolador. El delito global se contiene en la frase erasmiana: Non placet Hispania. La libertad y la democracia caben en la cabeza de un jíbaro.

Ante este panorama la memoria se aviva y surgen las raíces de las que surge el árbol con sombra envenenada. Es fácil recordar el desierto político de la Restauración o la brutalidad subsiguiente del franquismo. Ambos se caracterizaron no por crear otra moral, sino por convalidar legislativamente la inmoralidad. Refresquemos el verso de García Lorca, España «es un pozo chico». No cabe en ese pozo la grandeza del pensamiento creador, la realidad hermosa de la libertad, la existencia solemne de los pueblos. Contra todo eso sueltan los geógrafos del unionismo intangible, del poder vertical, el rencor aldeano o la harca moruna que les puebla el alma de sombras que juegan la partida, en cualquier caso inútil, de ocultar el sol. Cuando don Antonio Cánovas del Castillo escribió su Constitución ya dijo lo que le garatabeaba el alma: «Son españoles todos aquellos que no pueden ser otra cosa». Y la Restauración apoyó los estribos de su puente político en esa seguridad irrisoria de una legalidad mezquina hasta desembocar en la guerra de 1936.

El ingenio sectario del ministro del Interior jugó irónicamente con los «malos» que se aprovechan del Estado de derecho para destruir el Estado. Pero el ministro del Interior no ironizó epidérmicamente con ese concepto de los «malos». Cree en su existencia. ¿Y quiénes son ahora para Madrid y sus agentes en Euskadi los «malos»? Son los militantes del PNV, los seguidores de EA, los luchadores políticos de EB, los pietistas de Aralar... Los brotes violeta. Nadie se libra hoy de la tremenda predestinación de ser colgado por el cuello hasta morir en la horca del Estado de derecho. A veces pienso que los «malos» son simplemente los seres que sirven de coartada para practicar la obstinación destructiva de España. Se llaman una vez de una manera, de otra en otras ocasiones.

Tras la gran falsificación democrática de la Restauración tardó verdaderamente muy poco en llegar el franquismo. Estructuralismo puro. Y el franquismo ya no jugó con el revés del capote a engañar a las masas que venían de perder su segunda República como hizo la Restauración con las masas que supervivieron a la primera, en tiempos de levita y chistera. Simplemente trazó una tosca línea roja y decretó con uso de leyes aberrantes cómo había de ser la democracia, orgánica por supuesto; militar, por supuesto. Se saltó de general a general y continuó la partida, cada vez más cruel. Detrás estaban los tenedores de Deuda y de Palio. El resto de enfrentamiento que quedaba en la retaguardia fascista fue liquidado en el paredón o mediante el Decreto de Unificación, tan empapado de teología política ¿Recuerdan los Sres. Barreda y Pastor lo que fue la Unificación? Quizá no, pues de haberla recordado no hubieran hecho, por prudencia escénica, su remedo de Movimiento Nacional en el Parlamento vasco. Pero si los Sres. Barreda y Pastor no recuerdan ese trance en que los «leales», carlistas y falangistas, fueron amasados para hacer una sola hornada con el despojo que quedaba de la libertad interna del régimen, los que tenemos ya muchos años y algunos libros sí lo recordamos. Siempre supuse, con amor en mi caso, que los gallegos son difíciles de morir, pero Franco ha demostrado con los sucesos políticos que empañan la España actual que un gallego de su porte suele pervivir mucho más allá de los años, instalado en un espíritu parecido al de la Santa Compaña.

Yqué va a pasar ahora con el pueblo vasco, a cuya mayoría se ha expulsado de la democracia y necesita nada menos que «pedagogía democrática» y pedagogos como los Sres. Barreda y Pastor? ¿Dónde serán situadas esas nuevas ikastolas para hacer del vasco un arrepentido de su perpetua comezón rebelde ante una Castilla que tanto le traicionó? ¿En qué juzgado radicarán esas ikastolas? ¿en qué comisaría o cuartelillo? ¿En qué euskera les hablarán los pedagogos? ¿Con verbos en presente de indicativo o en un evanescente subjuntivo? Cualquiera sabe...

Los ciudadanos vascos tendrán que ceñirse la faja de la dignidad si quieren seguir viviendo como pueblo con derecho a la herencia histórica que les corresponde. Y es malo, al menos muy inconveniente para la paz, obligar a los ciudadanos a hacer esos ejercicios. Gobernar es otra cosa. Consiste en hacer la mesa grande y las razones dilatadas y elásticas. Gobernar es gobernar para la paz. Lo otro no es gobernar; simplemente es mandar, que consiste en sentarse tras la mesa institucional para pulsar los timbres de la represión; orteguianamente: apretando las posaderas contra la silla.

Ahora bien ¿qué puede ocurrir si se ofende con reiteración la dignidad del enviado al suburbio? No creo que el pueblo vasco esté herido de muerte, que yazca exangüe. El pueblo vasco practicó siempre una democracia igualitaria, pese a muchos inconvenientes y malos ajustes en la cumbre. Su numerosa zarza institucional así lo demuestra. Y a la vista de tal realidad histórica, ¿qué hará ese pueblo vasco al que ahora quieren sentar en un pupitre para enseñarle español?

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