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Manifestación en Bilbo

Hay razones, sobran utilizaciones

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Ramón SOLA

La manifestación por los presos de cada inicio de año siempre resulta algo especialmente cálido y emotivo, por el objetivo en sí, por las ausencias, por los familiares, por las imágenes, por las fechas. La de ayer, además, fue importante políticamente, por el desafío de la Audiencia Nacional, por la rapidez de la respuesta, por la confirmación de la complicidad creciente entre los abertzales, por la constatación de que las barricadas de Rubalcaba tienen muy poco recorrido en este país, y por las expectativas que abre.

Ahí está ahora la clave. Movilizaciones similares han sido flor de un día en otros momentos recientes. La manifestación de enero de 1999 que sacó a la calle por los presos hasta a los jeltzales impulsores de la dispersión quedó como una mera curiosidad histórica cuando Lizarra-Garazi agotó su recorrido. Y otro tanto pasó con el acto conjunto del BEC en enero de 2006, cuando la mayoría sindical vasca plantó cara a la prohibición de un acto de la izquierda abertzale. El proceso posterior no contó con ese mismo empujón, y la autocrítica está hecha.

Con el tiempo se constató que la presencia de algunas formaciones había tenido un carácter meramente utilitario: arropar a la izquierda abertzale para que avance en determinada dirección. En la marcha de ayer se vislumbra otro tanto, y de hecho ayer así lo admitieron Joseba Egibar (PNV) o Mikel Basabe (Aralar). No está mal que así sea, y más después del «cinturón de hierro» que el Gobierno del PSOE ha intentado crear en torno a la izquierda abertzale para aislar su iniciativa política. Pero la unidad de acción por los presos no puede ser algo interesado, porque la cuestión es absolutamente grave en sí misma para cualquier vasco que se preocupe por sus conciudadanos.

Años y años de censura informativa y política hacen que se siga sin calibrar el brutal impacto de la represión, sobre todo carcelaria. Urge desenmascarar la falta de ética de quienes, como ayer Leopoldo Barreda (PP), niegan el derecho a estar en su país a 750 personas muy concretas cuando se lo admiten a -por poner dos casos- José Diego Yllanes o Paco Larrañaga. A quienes humillan a sus víctimas llamando a la dispersión «turismo carcelario», como ha hecho un gran diario ma- drileño. A quienes no quieren ver que se impone más cárcel por blandir un palo ante una edil de Lizartza que por tirar un zapato a Bush en un país invadido de modo declarado como Irak. A quienes condenan que Moscú encarcele a un disidente político en Siberia pero miran a otro lado cuando se envía a un líder independentista vasco a Puerto-III. A los que niegan -de palabra o de omisión- que la dispersión mata, que Joxe Mari Sagardui Gatza lleva más años de cárcel que Mandela, que en Europa no hay condenas de 40 años de cumplimiento efectivo, que no hay doctrinas Parot, que no hay condenas por escribir o hacer política, que no hay país de menos de tres millones de habitantes que tenga 75o presos así, que impedir visitas a ancianos o cachear a menores tiene nombres muy feos...

Hay razones, en suma, de sobra para que el tema sea prioritario. Sin utilizaciones. Y hay razones de sobra para ganarlo.

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