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Félix PLACER I Profesor de la Facultad de Teología de Gasteiz

Estrategia vaticana

Ante la toma de posesión de José Ignacio Munilla como nuevo obispo de la diócesis de Donostia, el autor hace un análisis de la estrategia que ha precedido al nombramiento del nuevo prelado y que atribuye directamente al Vaticano. De poco o nada han valido los esfuerzos de la mayoría de los sacerdotes guipuzcoanos por frenar el nombramiento, sobre todo cuando la cúpula eclesial pretende potenciar lo que Placer denomina «modelo restauracionista» y que persigue una Iglesia conservadora en lo pastoral y contraria a los derechos de Euskal Herria. Frente a ello, augura la persistencia de un compromiso en la Iglesia vasca «con los esfuerzos por la libertad, la justicia y la paz» en este país.

Las múltiples reacciones críticas ante el nombramiento de José Ignacio Munilla como obispo de la diócesis de Donostia -que hoy tomará posesión de su sede- se han referido tanto a su falta de idoneidad para ese ministerio en esta Iglesia local, como al procedimiento seguido por la Curia vaticana para su designación. Y ante las ponderadas razones de un amplio y significativo grupo de sacerdotes y laicos de las parroquias de la diócesis donostiarra, expresadas de diversas maneras y, sobre todo, en un escrito que recogía el sentir de un amplio número de párrocos guipuzcoanos, no ha habido marcha atrás y el nuevo obispo las ha calificado como «reacciones negativas y turbulencias -permitidas por Dios- que siembran tristeza».

Sabido es que el Vaticano es inflexible (salvo en casos muy excepcionales) en sus decisiones, largamente pensadas y calculadas. Este alto organismo eclesiástico preveía, sin duda, las reacciones ante tal nombramiento y sus posibles repercusiones pastorales; sin embargo ha ido preparando desde hace tiempo no sólo a este obispo, sino también a otros -concretamente en Iruñea y Bilbo- para ir llevando a cabo una estrategia determinada para las iglesias locales vascas.

Es cierto que la sospecha y acusaciones nacionalistas siempre han pesado sobre la Iglesia vasca desde que ya, a partir de los años ochenta, los obispos eran vascos -salvo el de Baiona- y la influencia de José María Setién, como obispo de Donostia, ejercía un especial peso en la orientación pastoral conjunta, a pesar de que, más tarde, monseñor Sebastián en Iruñea intentó ser su contrapunto. Su decisión de dimitir, condicionada al nombramiento de monseñor Uriarte, no satisfizo los proyectos de quienes pretendían afianzar una Iglesia española sin la sospecha de fisuras «nacionalistas». Con el nuevo nombramiento, comienza otro periodo sin «desviaciones» de este tipo, con garantía de fidelidad a los planes vaticanos y a la línea dominante en la Conferencia Episcopal Española.

Sin embargo, creo que la estrategia vaticana va más allá de esta política contra supuestos nacionalismos vascos, que ciertamente asiente y apoya ante la actual situación política española y más aún previendo su próximo futuro. La Curia romana desea fortalecer su poder específico en la marcha de la Iglesia. Para ello, el control de los nombramientos episcopales es un instrumento imprescindible; aunque, como se ha recordado una vez más a propósito de la designación de José Ignacio Munilla -a pesar del desacuerdo mayoritario en la diócesis guipuzcoana- la tradición más genuina de la Iglesia apela al sentir y participación del pueblo en la designación de sus obispos.

En realidad, lo que se busca y se está consiguiendo es reforzar un modelo de Iglesia caracterizado por la verticalidad jerárquica y la dependencia romana. El Pueblo de Dios, como sujeto activo y constitutivo del ser de la Iglesia, como afirmó el Concilio Vaticano II, a cuyo servicio están los diversos ministerios ordenados -Papa, obispos, sacerdotes- no es el esquema que guía la institución curial vaticana. Su centro no es ese Pueblo, sino el poder centralizador cuyo organigrama es mantenido a pesar de las propuestas de aquel todavía incumplido Concilio. Al poco tiempo de finalizar el Vaticano II, el cardenal Suenens ya denunciaba en 1969 tensiones existentes en la Iglesia entre el centro y la periferia y sus respectivas concepciones organizadoras: una que parte del centro a la periferia y otra que nace de las iglesias locales, unidas a la Iglesia de Roma, centro de unidad. La primera, afirmaba el cardenal belga, impone la uniformidad centralizadora, jurídica, burocrática y estática, acentúa el aislamiento del Romano Pontífice y de su Curia; la otra, tiende al despliegue de una mayor diversidad y propugna la colaboración entre el obispo de Roma con el colegio episcopal, cuya cabeza es el Papa.

Con esta estrategia, los objetivos últimos que la Curia romana busca conseguir, especialmente en Europa, consisten de una Iglesia conservadora frente a la laicidad y las culturas de una sociedad situada al margen de influencias y controles eclesiásticos. La ciudadanía del Estado español, con un amplio porcentaje de cristianismo conservador, liderado por monseñor Rouco y la mayoría de la Conferencia Episcopal Española, son un lugar particularmente estratégico para reafirmar, alentar y promover ese tipo de Iglesia apoyada en movimientos del mismo talante.

El nuevo obispo de Donostia, dada su formación toledana y su trayectoria de oposición o desmarque de la línea oficial diocesana en sus tiempos de ministerio sacerdotal en Zumarraga, encaja perfectamente en este modelo restauracionista de la jerarquía española y altos organismos eclesiásticos. En su toma solemne de posesión de la diócesis donostiarra estará acompañado y apoyado por un amplio séquito de obispos. Serán el símbolo de la última batalla ganada por los sectores más conservadores -y también por partidos políticos españoles- contra el supuesto desvío de quienes defienden los derechos de Euskal Herria en fidelidad al concilio Vaticano II.

El futuro incierto que hace algún tiempo se preveía para la Iglesia en Euskal Herria se está clarificando. Por supuesto, conforme a los vaticinios más pesimistas. Lo que está ocurriendo y se avecina responderá con creces a la tendencia dominante que, apoyada por la Curia romana, hilvana este complejo tejido eclesiástico conservador en lo pastoral, con los colores de la españolidad en las diócesis y, por supuesto, con un diseño eclesiástico que garantice la postura unánime de un episcopado español enfrentado a un mundo laico, sin disposición al diálogo con la modernidad, tal como pedía el Concilio Vaticano II. Se endurecerán, sin duda, el control y censura de cualquier intento progresista y atisbo nacionalista vasco. Me gustaría que estos oscuros presentimientos sean equivocados. Pero pienso que el calculado diseño que proviene de las altas instancias eclesiásticas acabará confirmándolos.

Desde estas perspectivas la voluntad y esfuerzos para lograr una Iglesia vasca -Euskal Eliza- renovada para afrontar los desafíos actuales de un mundo secularizado, que escuche la voz de todas las víctimas, siendo profética ante todas las injusticias, van a encontrar una oposición sistemática. Sin embargo seguirán siendo actitudes y líneas que provienen del Concilio Vaticano II. Su espíritu seguirá vivo y continuará alentando a grupos y comunidades a promover la cultura propia de su pueblo, a defender sus derechos e identidad, a participar en las tristezas y angustias, en los gozos y esperanzas de las personas y de los pueblos desde la solidaridad con el género humano, con su historia, con su realidad viva y dolorosa y con los esfuerzos por la libertad, la justicia y la paz en el lugar en que vivimos y somos Iglesia en Euskal Herria.

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