El despilfarro financiero augura el fin de la crisis
Cuando a finales de 2008 el Gobierno estadounidense, entonces en manos de George W. Bush, acudía al rescate de la aseguradora AIG, un escalofrío recorrió la espina dorsal del sistema financiero mundial. Entonces se presentó la intervención pública como el último e imprescindible recurso para mantener en pie uno de los baluartes de la economía norteamericana, convertido en gigante con pies de barro y cuyo desplome hubiera supuesto en desastre de dimensiones planetarias. La factura no fue, ni mucho menos, barata: se inyectaron en AIG miles de millones de dólares de dinero de los contribuyentes estadounidenses bajo la excusa de que esta sangría era un mal menor en comparación con los efectos de una más que previsible quiebra de la aseguradora.
Sin embargo, y a pesar de haberse convertido en generoso salvavidas de la empresa gracias a los caudales públicos, la administración estadounidense no logró el control efectivo de AIG. De hecho, ahora se ha conocido que la aseguradora ocultó a finales de 2008, en el momento álgido de la crisis, pagos a bancos por valor de 43.300 millones de euros. Un escándalo que habla con elocuencia de la catadura moral de los directivos de AIG (que celebraron la intervención del Tesoro con una fiesta en la que la compañía se gastó 443.000 dólares en un lujoso complejo hotelero) y la, cuando menos, estulticia de los responsables públicos (la operación se realizó bajo el conocimiento de la Reserva Federal de Nueva York, que entonces dirigía el actual secretario del Tesoro nombrado por Obama, Timothy Geithner).
Y mientras este escándalo indigna a la opinión pública, «The Wall Street Journal» desvela que los empleados de Bank of America podrían recibir en 2010 incentivos millonarios, similares a los que se embolsaban en 2007. La crisis, cada vez quedan menos dudas, no ha aplacado la codicia de una sector financiero que regresa sin sofoco a las mismas prácticas de despilfarro que ha sumido a medio mundo en la más miseriable pobreza.