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Fede de los Ríos

Un cura que merecía la pena

Eran los años setenta y ahí estaban Jesús Lezaun y Patxi Larrainzar, dos de los curas rojos vinculados con el movimiento obrero. Con los mineros de Potasas, con la huelga de Motor Ibérica y con toda persona que peleara por una sociedad sin explotadores y explotados

Este pasado viernes murió Jesús Lezaun, una persona que dedicó su vida a la consecución de un sistema económico donde las personas pudieran desarrollar sus capacidades y en donde sus necesidades fuesen satisfechas. Un sistema donde la caridad fuese desterrada por innecesaria al estar regido por la justicia. Lezaun fue uno de aquellos curas que ya en los años sesenta se atrevieron a enfrentarse a Franco y a sus obispos o, lo que es lo mismo, al nacional-catolicismo. De esos que leyeron los evangelios y, a mi modo de ver un poco ingenuos, creyeron que lo relatado acerca de un tal Jesús era la práctica que debiera desarrollar la Iglesia católica, apostólica y romana. Aquellos curas, muchos de los cuales sufrieron destierros forzados por la autoridad eclesiástica y cárcel por la autoridad civil (o militar, no existían grandes diferencias), por ceder locales a los militantes de organizaciones clandestinas; por solidarizarse con el movimiento obrero, por denunciar la tortura y las condiciones en las cárceles.

En la parroquia de El Salvador, en la Rotxapea, podíamos oír durante la homilía de la necesidad de crear un frente de las clases populares para combatir las injusticias y para conseguir las libertades que los seres humanos deben tener para poder llamarse humanos. Había que acabar con el valle de lágrimas donde la mayoría llora amargamente para que los menos rían orondos y satisfechos. Eran los años setenta y ahí estaban Jesús Lezaun y Patxi Larrainzar, dos de los curas rojos vinculados con el movimiento obrero de la época. Con los mineros de Potasas, con la huelga de Motor Ibérica y con toda persona que peleara por una sociedad sin explotadores y explotados.

«Uno es prochino y el otro trosko» decían los rumores de entonces. Posteriormente se diría, «son nuestros».

Dicen que murió plácidamente sentado. Imagino que, internacionalista como era, alguno de los pensamientos de sus últimos días serían para con los maltratados habitantes de Haití, víctimas y supervivientes; y, como rojo y abertzale, para con el recién inaugurado obispo de Donostia, José Ignacio Munilla, y su estreno como portavoz de la curia donostiarra con «existen males mayores que los que están sufriendo en Haití» y «deberíamos llorar por nuestra pobre situación espiritual y nuestra concepción materialista de la vida». ¿Os avisé o no que Munilla prometía? ¿Qué puede haber peor que perder la vida? ¿La dignidad? No, queridos niños y niñas, lo peor es perder el alma pues pertenece a Dios. Así me lo enseñaron en el colegio. Imagino a Lezaun no excesivamente sorprendido pero sí indignado ante la estupidez y miserabilidad del prelado.

Si odian tanto la vida, si tanto creen en el sufrimiento como modo de santificación, ¿por qué no atan sus genitales de la campana mayor del campanario más cercano? No tengan preocupación, amigos pro-mártires, ya iremos unos cuantos voluntarios a bandearlas con ímpetu para que sus tañidos puedan ser oídos por doquier.

A los Larrainzar y Lezaun los queríamos y se nos mueren. Los que aparecen son más jóvenes sí, pero dan mucho miedo.

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