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Karachi, el pulmón económico de Pakistán, se desangra

Sólo unos kilómetros separan al bastión del MQM, el partido en el poder en Karachi, en el sur de Pakistán, y su antítesis de Lyari, laberinto insalubre hundido en la pobreza. El odio recíproco aumenta y ha cruzado otro umbral este mes con una nueva ola de crímenes políticos.

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Emmanuel DUPARCQ France Presse

Con sus callejuelas de tierra repletas de baches, sus ruidosos rickshaws, sus pilas de basura en cada esquina de la calle y sus habitantes vestidos con túnicas desharrapadas, Lyari, uno de los más antiguos barrios de la capital económica de Pakistán, no puede disimular su pobreza.

Mientras Karachi, megalópolis de 15 millones de habitantes (ciifras oficiales), ha despuntado económicamente en los últimos años, el barrio, privado de servicios públicos, parece haberse quedado detenido en la historia ante el olvido de las autoridades. Lyari se ha convertido en un enemigo natural para el Mutahida Qaumi Movement (MQM), fundado por los millones de musulmanes que llegaron huyendo de India en el momento de la sangrienta parti- ción de la ex colonia británica en 1947. Este partido «foráneo» dirige Karachi con mano de hierro desde hacer 22 años, dos decenios jalonados de innumerables y sangrientos crímenes políticos.

El último episodio tiene lugar estos días. Medio centenar de miembros o simpatizantes de diversos partidos políticos han muerto violentamente, una treintena de ellos en Lyari. El Gobierno central ha enviado importantes refuerzos militares.

«Han echado abajo las puertas de las casas, han detenido a 35 personas, muchos de ellos baluches, que se cuentan entre nuestros partidarios», denuncia Habib Jan, un responsable del Partido del Pueblo Paquistaní (PPP), en el poder en Islamabad y que cuenta con uno de sus bastiones en Lyari.

La suerte de este barrio no vale ni una lágrima en la sede del MQM de Azizabad, donde jóvenes vestidos a la última retozan en verdes campos de cricket. La sede está fuertemente protegida con innumerables puestos de control y vigilantes armados y las calles adyacentes están cerradas al tráfico.

Azizabad tiene el aspecto joven y dinámico de Syed Faisal Ali Subzwari, 30 años y ministro provincial de Juventud. Un político ambicioso, elegante y elocuente que trata de dorar la imagen de su partido, el MQM, acusado de liderar la violencia.

Para defenderse, el movimiento asegura que 11 de los suyos figuran entre las víctimas y airea conocidos fantasmas. «El problema de Karachi viene de los afganos y de otros grupos que se instalaron aquí a partir de 1975, y que se dedican a robar y a vender droga», asegura el ministro, que no duda en hablar de la «Lyari connection, ligada a los talibán y a Al-Qaeda».

Lyari «se ha convertido en una zona feudal, repartida entre grupos mafiosos que se alimentan del tráfico de drogas, del proxenetismo y de todo tipo de mercadería sospechosa», coincide un diplomático occidental.

Una realidad más prosaíca

En Lyari, Nawaz Ali, 17 años, era de todo menos un jefe de banda. Estudiante, trabajaba en sus horas libres como mecánico. Fue secuestrado el 9 de enero. Su cuerpo, torturado, fue encontrado días más tarde en otro barrio. «Otros inocentes han sido secuestrados y asesinados simplemente por su apariencia baluche. Todo eso viene del MQM. Son crímenes racistas», denuncia su padre, Mohamed Ali. Es consolado por Gulam Hussein Abbasi, quien perdió a su hijo, Altaf, en circunstancias igualmente horribles.

En abril de 2008, desconocidos encerraron a Altaf Abbasi, abogado, y a cinco de sus colegas en su despacho del centro de Karachi y le dieron fuego, quemándolos vivos. Varias días después, el MQM aseguró que los abogados muertos militaban en su partido. «Es mentira», revela Gulam Hussein Abbasi.

«Mi hijo defendía a una mujer que quería divorciarse y la familia del marido se vengó», asegura. Pero, «como es habitual en Karachi, se disfrazó de crímen político», sostiene.

«Para que toda esta violencia cese, haría falta que los jefes mafiosos depusieran las armas. Lo contrario de lo que está ocurriendo», sentencia Habib Jan, quien no duda en mostrar su última adquisición, una pistola que siempre lleva al cinto.

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