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Mertxe AIZPURUA | Periodista

La evolución de la especie

La visión de un cráneo produce, por lo general,  un efecto a medias entre la fascinación y el temor. Quizá es que no podemos evitar vernos a nosotros mismos en la inquietante simplicidad de unas cuencas vacías. Han encontrado en África un ejemplar joven de un nuevo homínido y la comunidad científica da saltos de alegría porque con el descubrimiento vamos a poder saber mucho más de la historia de la humanidad. Que no se irriten los paleontólogos, pero se me antoja que estudiar ese pasado de huesos despojado de todas las partes blandas que alguna vez alojaron algún tipo de sentimiento es mucho más fácil que analizar el presente.            

No sé si hay mucho salto entre el australophitecus de hace dos millones de años y el joven que hoy es noticia por la atrocidad de sus crímenes. Lo difícil no es saber cómo crecen ahora los huesos de estos jóvenes, casi niños, que se lanzan a degüello contra sus semejantes sin motivo aparente. Lo difícil es saber qué está pasando dentro del cerebro humano para que la conducta se modifique hasta llegar a barbaridades monstruosas que el joven africano de hace dos millones de años ni siquiera hubiera imaginado. Me dirán que ése es trabajo de siquiatras y no de paleontólogos. Ya. Pero si se da el caso –y se da mucho– de que se acude al siquiatra sólo porque la novia o el novio te ha abandonado, el problema, posiblemente, viene de antes. Y supera a la siquiatría. Que algún paleontólogo investigue las últimas generaciones. Quizá descubra que todo el espacio posible del cráneo del homo sapiens lo ocupan ya dos enormes cuencas vacías y que, en algún momento, algo se rompió en la cadena de la evolución humana.

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