«Castrati», un sacrificio realizado por amor a la música
Mañana se celebra el trescientos aniversario del nacimiento de Caffarelli, el más famoso cantante castrado junto con Farinelli. Tres siglos más tarde, la controvertida historia de estos cantantes legendarios sigue causando tanto morbo como fascinación.
Mikel CHAMIZO
El de los castrati se cuenta entre los fenómenos más facinantes y controvertidos de la historia de la música. Nadie sabe cómo sonaban en realidad aquellos seres que sacrificaron su capacidad reproductiva en servicio de la música, pero el asunto sigue suscitando un enorme interés y cada cierto tiempo vuelve a ponerse de moda. La última vez fue en 1994, con el estreno de la polémica y bastante errónea «Farinelli, il castrato», de Gérard Corbiau, filme que incidía en el morbo de los problemas sexuales, psicológicos y sociales que supuestamente padecía quien fue el cantante castrado más legendario ya en su propio tiempo. Estos últimos meses el interés por el tema ha vuelto a renacer gracias al último disco de Cecilia Bartoli, «Sacrificium», que aborda el repertorio paradigmático de los castrati y que está cosechando un éxito gigantesco hasta para una estrella tan mediática como es la Bartoli. Se adivina ya que este 2010, año Chopin, va a rendir pleitesía también a los castrati, y no deja de ser adecuado: mañana sería el trescientos cumpleaños de Caffarelli, igual a Farinelli en la diarquía de los castrati, y en unos meses el cuatrocientos aniversario del nacimiento de Baldassare Ferri, el primer cantante castrado que se hizo famoso en toda Europa.
Aunque los cantantes castrados alcanzaron su auge en los siglo XVII y XVIII, el fenómeno se remonta mucho más allá en el tiempo. Se sabe que existieron cantantes eunucos en el Imperio Bizantino y que fueron algo normalizado hasta que Constantinopla es tomada por los cruzados en 1204. Durante los próximos trescientos años la pista de los cantantes castrados es difícil de seguir, aunque los investigadores creen que la tradición de falsetistas españoles podía esconder también a castrados, teoría apoyada por el hecho de que cuando hicieron su reaparición en Italia a mediados del siglo XVI, muchos de estos primeros castrados tenían nombres españoles. Al principio estos cantantes castrados, denominados más sutilmente con eufemismos como soprano maschio o cantoretti, fueron piezas exóticas que familias aristocráticas como los Gonzaga o los d'Este buscaban y se intercambiaban como atracciones para sus palacios. Pero el número de castrados pronto fue en aumento también en el seno de la Iglesia ante la evidencia de que resultaban muy prácticos. El edicto paulino «Mulieres in ecclesiis taceant» prohibía a las mujeres cantar en la Iglesia, dejándose las partes agudas en manos de niños cantores que, cuando alcanzaban el culmen de su entrenamiento vocal, sufrían inevitablemente el cambio de voz propio de la adolescencia. Los castrati, que gracias a su operación conservaban la voz infantil el resto de su vida, liberaban a la Iglesia de unos cuantos problemas logísticos.
Cuerdas vocales
La castración implicaba toda una serie de cambios en la evolución física del niño. Las más importantes eran que la laringe dejaba de crecer al ritmo propio de un hombre adolescente y que la falta de testosterona resultaba en el no crecimiento ni engrosamiento de las cuerdas vocales, que se quedaban en un tamaño similar a las de una mujer. Sin embargo, el cuerpo seguía creciendo, incluso más de lo normal -casi todos los castrados fueron muy altos- y, debido a esa misma falta de testosterona que debilitaba las epífisis, desarrollaban una caja torácica especialmente grande. La combinación de cuerdas vocales cortas, una laringe pequeña y ágil y la fuerza pulmonar propia de un hombre adulto dotaba a su canto de virtudes inalcanzables para los cantantes `normales', como ese minuto que, dicen, podía Farinelli aguantar sin respirar mientras realizaba mil diabluras vocales.
Pero, tal y como daba, la operación también quitaba. Los castrados, habitualmente de familia humilde, tenían unas aptitudes vocales excepcionales -domadas, eso sí, a base de un durísimo entrenamiento en sus escuelas especializadas-, pero quedaban irremediablemente marcados para su vida social. Los pocos, poquísimos, que alcanzaban la fama se convertían en ídolos a la altura de las estrellas de Hollywood, ganaban dinero a espuertas y podían permitirse llevar vidas excéntricas o codearse con la aristocracia. Pero la inmensa mayoría de esos cuatro mil niños que eran castrados cada año en Italia durante el siglo XVII y XVIII jamás alcanzaban la fama y quedaban relegados a trabajos sin importancia, marcados socialmente y sin posibilidad alguna de casarse y prolongar su estirpe -aunque por esta razón, a veces, eran elegidos como hombres de confianza de políticos y aristócratas, como el caso de Farinelli, quien tuvo una inmensa influencia en la política exterior española del siglo XVIII, cuando, a la muerte de Felipe V, se convirtió en consejero de los jóvenes monarcas Fernando VI y María Bárbara de Braganza, llegando a ejercer de maestro de embajadores-.
El declive de los castrati va en paralelo con el de la ópera seria italiana, historias de héroes mitológicos y de reyes antiguos que sentaban muy bien al aura irreal de los castrados. Pero la ópera va transformándose y, progresivamente, se dejan de escribir papeles para castrati. El último fue «Il crociato in Egitto», que Meyerbeer escribió para Giovanni Battista Velluti, quien cantó por última vez en Londres en 1825 ante la falta de interés del público, y pasó el resto de sus días diciendo a sus amigos: «Gracias a Dios, yo soy uno de los últimos desgraciados».
Las únicas grabaciones existentes de un castrato se remontan a 1902, y fueron realizadas por el último castrato de la Capilla Sixtina, Alessandro Moreschi. No estaba en su mejor momento y la grabación no es buena, pero su escucha resulta desoladora: parece el lamento de un niño enfermo. Es el patético punto final de un fenómeno tan cruel como fascinante.