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CRíTICA teatro

Purulencias

 

Carlos GIL

Las tres jubiladas encerradas en un fortín de complejos, tópicos, la sexualidad, la familia, la religión o la propia política se convierten en los testimonios de una idea de Austria absolutamente terrorífica. Ellas tres con su aparente sinceridad, sus monólogos, sus recuerdos, sus nostalgias, se muestran como purulencias de una herida infectada en el seno del cuerpo social de esa Austria que se dibuja a base de brochazos, que nos levantan la conmiseración por los personajes o nos colocan ante el asco por sus ideas tan nocivas, tan profundamente reaccionarias. Culpabilizando y denunciando los consentimientos generales con un pasado tan colaborador con el nazismo. El montaje mantiene una unidad formal, se pierde, no obstante, en la resolución de los personajes, a los que la dirección fuerza demasiado hasta llevarlos al estereotipo, y en la función tuvimos dificultades de entendimiento del texto por saturación en los agudos de las tres intérpretes que defienden sus personajes, en ocasiones con excesiva pasión, lo que lleva a una sobreactuación que no se mantiene como estilo, sino como recurso tangencial. Tampoco parece acertado el juego espacial, el colocar las acciones en el patio de butacas, cuando parece entenderse mejor el encierro, casi la caverna en esa instancia paupérrima. Y la percusión, con batería en directo, no aporta suficientes matices para justificar su presencia. Es un buen intento de llevar a un gran autor a los escenarios. Su resultado final debe crecer en modulaciones. («Las Presidentas», 08-04-2010, Bilbo).