Una lógica que ampara la tortura
Es de sentido común pensar que, en un estado de derecho, no se podría comenzar un juicio contra unas personas que han denunciado que durante su detención fueron torturadas y que afirman que sus declaraciones de autoinculpación -que además constituyen la única base probatoria de que, efectivamente, ellos cometieron los delitos de los que se les acusa- se basan en lo declarado bajo tormento. Menos aún cuando un sumario está abierto en otro tribunal por ese caso de torturas y cuando la Fiscalía considera la denuncia verídica, hasta el punto de que, en vista de las ineludibles pruebas del maltrato policial, sentará en el banquillo a diez agentes de la ley que participaron en la detención y en los interrogatorios. Y es que una declaración sacada bajo torturas no es una declaración jurídicamente válida en los países democráticos. Un juicio que se base en ese tipo de declaraciones no es justo. Adelantar ese juicio para evitar así que una sentencia condenatoria en relación a las torturas dificulte una condena es, además, inconcebible en términos legales homologables en democracia, aquellos que tienen fundamento en los derechos humanos.
Sin embargo, eso es ni más ni menos lo que ha ocurrido en el caso de Igor Portu y Mattin Sarasola, que junto a Mikel San Sebastián están siendo juzgados en la Audiencia Nacional por el atentado contra la T-4 del Aeropuerto de Barajas, en diciembre de 2006, en el que murieron Diego Armando Estacio y Carlos Alonso Palate. El juicio por las torturas que llevaron a Portu al hospital sigue, mientras tanto, pendiente.
En base a esa lógica de guerra los sucesivos gobiernos españoles mantienen la incomunicación que posibilita la tortura, no la investigan en las pocas ocasiones en las que las evidencias salen a la luz y, llegado el caso, amparan a los torturadores o incluso los premian. Esa lógica huye del Derecho y de los derechos, de la democracia y de las libertades. Esa lógica ampara la tortura y es amparada por políticos, jueces y policías españoles.