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Joana Abrisketa, Andrés Krakenberger y Jon Landa (*) Miembros de la Asociación Pro Derechos Humanos Argituz

Hacia un reconocimiento equitativo y plural de las víctimas

Volver a dejar las cosas en la discriminación y en la falta de reconocimiento, o encerrarse en los esquemas excluyentes, o limitarse a los casos que tengan una sentencia judicial, reproduciría de nuevo la marginación de las víctimas. Como ya sucede en la minoría de casos de tortura que han contado con investigación judicial efectiva o una determinación de responsabilidades individuales, la reparación se ha establecido con el baremo de los accidentes de tráfico y no con estándares de derechos humanos. No dejemos que este legado de injusticia forme parte de nuestra historia

A finales de este mes de junio, por mandato del Parlamento Vasco de 22 de diciembre de 2009, debería haberse presentado una continuación del «Informe de víctimas de vulneraciones de derechos humanos derivadas de la violencia de motivación política». Este Informe se elaboró a finales de la legislatura pasada, en junio de 2008, también por mandato parlamentario, y supuso un primer intento serio por girar la mirada a todas esas personas que murieron asesinadas o resultaron gravemente lesionadas por atentados mortales, secuestros, abuso de poder, violaciones sexuales, torturas... llevados a cabo por agentes policiales o por grupos parapoliciales, ultras, incontrolados... Una realidad que desconocemos más allá del rifirrafe político, que carece de registro oficial, que durante décadas se ha seguido negando por algunos y cuyas víctimas han sido sometidas al olvido institucional con una falta evidente de reconocimiento o han sido objeto de manipulación política.

Estas víctimas llevan esperando décadas a que se tomen en serio las violaciones de derechos humanos que sufrieron, con resultado de muerte o violaciones a su integridad personal. Mientras, han vivido todo este tiempo sin un reconocimiento social de los hechos, de la responsabilidad del Estado o de su impunidad posterior.

Además de esta falta de reconocimiento oficial, muchos de esos hechos no contaron con una investigación judicial acorde a su gravedad. La Administración de Justicia, en la mayoría de los supuestos, o no inició actividad alguna (falta de instrucción, permisividad...) o si la hubo fue parcial o no llegó a una sentencia. Hasta la actualidad, en numerosos de esos casos no se ha realizado ninguna investigación independiente. Todo está por hacer: aclarar qué pasó, establecer responsabilidades y promover una reparación. Para ello resulta imprescindible un discurso público que asuma, antes que nada, la implicación y responsabilidad del Estado, y sea creíble y eficaz con las víctimas en términos del discurso simbólico y de las políticas públicas que deben desplegarse. La reciente resolución del Gobierno de Gran Bretaña respecto de la represión del Domingo Sangriento en Irlanda del Norte ofrece un ejemplo cercano de lo saludable que supone además para la democracia dicho reconocimiento. Hacerlo así no significa igualar los procesos que han llevado a la victimización, ni a los perpetradores, ni mucho menos justificar cualquier tipo de actuación violenta.

Según la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en sus artículos 1 y 2, «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos», y «toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole» y, por si lo anterior no bastara, el artículo 7 explicita que «todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley». Los «Principios y directrices básicos de Naciones Unidas sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos» tampoco incluyen diferenciación alguna entre víctimas a la hora de establecer y definir las obligaciones de verdad, justicia y reparación. El Artículo 10 de la Constitución Española de 1978 no deja lugar a dudas sobre la aplicabilidad de estos principios cuando afirma: «Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los Tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España».

Cualquier política de atención y reconocimiento a las víctimas debe promover la investigación de los hechos, y contar con medidas y mecanismos con la legitimidad moral y el apoyo para poder efectivamente llevarlas a cabo respetando los derechos de las víctimas. Ojalá también que conlleven el mayor consenso político posible, pero éste no puede ser una excusa para negar los derechos de las víctimas o negociar a la baja su satisfacción.

Sería una buenísima noticia, en primer lugar para las víctimas, que cualquier nueva decisión desde la administración pública dé pasos en la dirección señalada. El mandato del Parlamento Vasco es «continuar» y, para ello también se necesita un debate y participación social que permita avanzar en la reconstrucción del tejido social fracturado por la violencia y el terror en Euskadi. Entendemos que una política pública de víctimas debería abrir un horizonte a esta reconstrucción del tejido social, sin discriminaciones, sanando las heridas y con relatos incluyentes. Puntos clave que apuntan a la delicada arquitectura de confluencia de las políticas de víctimas del terrorismo de ETA, víctimas de «otros terrorismos» (GAL, BVE, Triple A, etcétera) y de «otras víctimas» de violaciones de derechos humanos.

Hasta hoy las políticas de víctimas en Euskadi no responden a un criterio de equidad: a igual violación la misma reparación o reconocimiento. Las víctimas de ETA cuentan con un marco legal estatal y autonómico que recoge sus derechos y que impulsa también un discurso público de reconocimiento y reparación. Sin embargo, aquellas «víctimas del terrorismo» que no es el de ETA, no han recibido el mismo tratamiento. En muchas ocasiones los tribunales han hecho interpretaciones restrictivas, negándoles la condición de víctima, o sólo reconociéndoles como tal -y abriendo así la posibilidad de beneficiarse de la ley- después de una interminable batalla judicial, como en el caso de Normi Menchaca (santurtziarra muerta por disparos en una manifestación en 1976), aumentando injustamente su discriminación y sufrimiento. Otras muchas no han tenido fuerzas o apoyo para hacerlo, pero se encuentran en la misma situación. El discurso público, además, las ha relegado de la memoria, las formas de reconocimiento o los homenajes oficiales.

Incluso los propios conceptos que se usan para definir las violaciones de derechos humanos están sometidos a restricciones y falta de reconocimiento. Por ejemplo, en muchos casos la condición de víctima del terrorismo depende de que los perpetradores hayan actuado de forma clandestina o lo hayan hecho con uniforme. El problema de estas categorías no es el análisis que cada quién quiera hacer de las mismas o el juicio histórico que merezcan según la ideología, sino que conllevan consecuencias negativas y discriminatorias para muchas víctimas. Los derechos que se les deben, y que vienen marcados por el derecho internacional de los derechos humanos, no encuentran en las leyes actuales una traducción cabal sino un tamiz que genera categorías de mejor y peor condición, con prestaciones y discursos de reparación que se basan más en la categorización que en el reconocimiento de los hechos. Esta asimetría es injusta para las víctimas directas y sus familiares, y tiene implicaciones colectivas porque perpetúa heridas que no permiten ir reconstruyendo nuestro tejido social para el futuro que queremos de convivencia y paz.

Saludamos la iniciativa de revisar estas políticas y recomendamos a los partidos políticos y a los movimientos sociales una actitud proactiva y positiva de traspasar fronteras de análisis e ideologías. Una política pública e incluyente de víctimas debe responder no sólo a una demanda siempre postergada de reconocimiento a unas víctimas para que deje de llamárseles «las otras víctimas»; además debe ser una contribución al respeto de los derechos humanos y a la reconstrucción social.

Volver a dejar las cosas en la discriminación y en la falta de reconocimiento, o encerrarse en los esquemas excluyentes, o limitarse a los casos que tengan una sentencia judicial, reproduciría de nuevo la marginación de las víctimas. Como ya sucede en la minoría de casos de tortura que han contado con investigación judicial efectiva o una determinación de responsabilidades individuales, la reparación se ha establecido con el baremo de los accidentes de tráfico y no con estándares de derechos humanos. No dejemos que este legado de injusticia forme parte de nuestra historia. Cientos de personas que resultaron víctimas de violaciones de derechos humanos esperan y merecen una respuesta digna en la que ellas y ellos sean el centro y no las preocupaciones políticas de este o aquel partido político.

(*) Firman también este artículo Pedro Larraia, Iñaki Lekuona, Carlos Martín, Benito Morentin y Sabino Ormazabal.

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