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Antonio ALVAREZ-SOLÍS Periodista

El estrés de los banqueros

Un reciente diagnóstico de la Banca española resalta su fuerza ante un horizonte adverso y concluye que «no sufre estrés». El autor, con metáforas y comparaciones inteligentes se pregunta por qué no se habla del estrés del ciudadano, por qué se le culpabiliza y castiga como responsable por ingenuo y derrochador. Defiende un lenguaje claro y un mejor conocimiento de la situación y reclama el poder de la calle como depositario del saber de la vida y la voluntad de superar el fatalismo.

Las más recientes medidas económicas demuestran al parecer que la Banca española no sufre estrés; es decir, que puede reaccionar perfectamente ante las circunstancias adversas. Pero el Fondo Monetario Internacional declara que la posible recuperación española se enfrenta con las siguientes dificultades: un mercado laboral disfuncional, una burbuja inmobiliaria que se desinfla, un gran déficit fiscal, un alto endeudamiento público y privado, un sector bancario con áreas de debilidad, difíciles condiciones en los mercados financieros y un crecimiento anémico de la productividad. De cualquier forma el Fondo hace también referencia optimista al plan Zapatero para hacer frente a la evidente catástrofe. Zapatero es, pues, la sonrisa del régimen.

Todo esto me recuerda la clase de ciencias naturales en que el profesor de Jaimito explicaba las características de la zorra. La zorra, decía el profesor, es un animal de pelo escaso e hirsuto, huele mal, come carroña, se aparea una vez al año y emite un aullido que recuerda la carcajada humana. Tras la exposición el profesor preguntó si entre los alumnos había alguna duda acerca de lo que acababa de enseñarles. Fue entonces cuando Jaimito alzó la mano y preguntó con toda la inocencia de la infancia: «Lo que no entiendo es el resultado final. Si la zorra es fea, huele mal, come mierda y sólo copula una vez al año ¿de qué se ríe?».

A mi me sorprende algo parecido a lo que se dice del escaso estrés que sufre la Banca española. La Banca española ha tenido que ser apoyada con miles de millones de dinero público; en un ejercicio propio del viejo colonialismo compra bancos extranjeros para apoderarse de sus activos líquidos a fin de hacer frente al pago de sus intereses; no concede créditos a las empresas pequeñas y medianas que son la base de la economía española; rechaza con malos modos a sus peticionarios de apoyo para mantener un mínimo consumo doméstico e inmoviliza fondos cuantiosos por si vuelven los tiempos malos. En esas condiciones declara alborozadamente que no sufre estrés.

Tengo una sólida certeza en que el concepto de estrés está mal enfocado ¿Quién sufre realmente el estrés: los banqueros o los ciudadanos que, como escribía la mística Teresa, mueren porque no mueren? El mundo se ha reducido respecto a la supervivencia a unos miles de financieros y otras gentes de mal vivir si la cosa se considera desde una óptica moral. Entre las gentes de mal vivir figuran la mayoría de los individuos integrados en el aparato político, que consumen su vida en la elaboración de leyes y en el gobierno de las instituciones a fin de que perviva la estructura financiera que garantiza tenazmente la sostenibilidad del aparato político. La cuestión es, pues, capicúa, como la conocida frase que puede leerse en uno y otro sentido: dábale arroz a la zorra el abad. Brillante ejercicio lingüístico si se prescinde de que las zorras no comen arroz y que los abades no suelen tener zorras consigo, al menos que lo sepa el Vaticano.

Yo me pregunto por qué, con tanto psicólogo social -y escribo todo lo referente a la psique con «ps», ya que sin la «p» inicial hablamos de otra cosa-; repito: yo me pregunto si con tanto psicólogo social, tanto sociólogo y tanto economista y antropólogo, nadie haya intentado medir el estrés del ciudadano ordinario que vaga desesperado por la calle en pleno paro; que tortura su sistema vascular y nervioso ante el acoso de las deudas; que rompe su existencia familiar por no encontrar ya sentido a la vida; en fin, que se suicida poco a poco mediante el arma que le facilitan con sus decisiones los políticos, los banqueros e incluso quienes tienen en sus manos una capacidad de resolución o protesta que no emplean en modo alguno.

Es más ¿por qué se habla del ciudadano común como de alguien irresponsable que acudió con ingenuidad indocumentada a los créditos que se le ofrecían para vivir alguna forma de alegría? ¿por qué se castiga ahora al ciudadano que soñó con mejorar su empresa o su trabajo animado por una Banca que mentía con alma envenenada? ¿por qué quienes inundaron el mundo de una trágica y deshonesta publicidad acusan ahora de derrochadores a los ingenuos que acudieron a los mostradores del préstamo fácil? ¿son ahora los tales, culpables o idiotas? ¿por qué los políticos llenaron de sabrosas migas el suelo de su banquete ante quienes contemplaban su fiesta? ¿por qué todos esos deshonestos dirigentes no son llevados ante jueces populares justos para que respondan del daño inmenso causado a una sociedad a la que exprimieron hasta dejarla en la piel y los huesos en nombre del «sólido» sistema capitalista que aún, en pleno drama, sigue hablando de la sostenibilidad de su progreso? ¿Saben ustedes el porqué de todos esos porqués? Yo creo que está más claro que al agua: porque la justicia es la justicia de ellos, porque la iglesia es la iglesia de ellos, porque los sindicatos son los sindicatos de ellos, porque los ejércitos son suyos, porque la ciencia la tienen secuestrada, porque el pensamiento lo han reducido a la mecánica, porque la verdad es un puro ejercicio contable y porque el Estado amenaza desde la cumbre a las hormigas que zigzaguean por el valle. Todo esto posiblemente suene a trueno jeremíaco, porque la queja es siempre un torpe parche que estropea el horizonte enlucido por las gratas siluetas con que el príncipe Potemkim seducía a la emperatriz Catalina.

Ahora los banqueros tienen estrés, los políticos sufren fatiga, los tribunales malparan la ley y los ejércitos defienden heroicamente las fronteras interiores que separan a los que lo tienen todo de los que nada poseen. Fuera del recinto en que se estabula a las masas no hay sino descomedimiento, crimen y terrorismo. Gente manirrota, parados sin paciencia y voces de tornado. Gente que no sabe esperar a que los tiempos cambien según los cálculos de dirigentes que no consideran el hambre ni la angustia sino como una desazón pasajera por parte de atropellados con nula información para entender la existencia. Gente estadística que se para ante los escaparates imposibles y se altera en secreto cuando los reclaman para futuros inconcretos. Gentes sin sentido común, que llevadas a la inanidad a que las han reducido aún sueñan ante las urnas con caudillos de acero.

Hagámonos preguntas simples: ¿es lógico y justo vivir así? ¿quién ha roto el precinto que contenía los vientos? No me digan los ilustrados que para clamar ante tan maltratado panorama hace falta otro lenguaje y un superior entendimiento. Quizá lo que haga falta es una mayor decisión por parte de la calle. Porque la calle tiene el saber de la vida, que no es otra cosa que voluntad para superar el dolor. El dolor no se produce desde el incógnito fondo divino. Lo fabricamos aquí por no admitir un par de cosas: que la riqueza la produce el común y que nunca es justa la propiedad que liquida vidas. Suprimir el estrés de los que manejan la riqueza no ha de consistir simplemente en hundir el barco con los individuos que reman bajo cubierta cuando en el horizonte surge la amenaza. Eso lo hacían los negreros del siglo XVIII cuando aparecían los navíos ingleses. Tras tanto progreso aún seguimos navegando de la misma forma.

- ¿Me da usted permiso para protestar?

- Proteste usted. Vivimos en un mundo libre.

- ¿Y hará usted caso de mi protesta?

- De ninguna manera.

- ¿Y por qué no me hará usted caso?

- Porque vivimos en un mundo libre.

- ¡Carajo!

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