Jon Odriozola Periodista
Ese toro enamorado de la luna
Bergamín, poeta, polígrafo, veía con otros ojos, su mirada era otra. Los escritores del 98 eran taurófobos. Los del 27 -como Bergamín-, más gongorinos y deslumbrados por el enfrentamiento hombre- animal, transverberados, taurófilos
El Parlament ha prohibido la celebración de corridas de toros a partir de 2012. La Iniciativa Legislativa Popular ha conseguido declarar Catalunya territorio libre del maltrato al toro de lidia y de la llamada «fiesta nacional». Digo «maltrato» y no «tortura» pues que este último término sólo cabe aplicarse, penalmente, a los humanos -en concreto a los funcionarios públicos- y no a los animales.
Ya aviso que no tengo ni idea de toros y menos de la hermética jerga que usan los críticos taurinos que parecen dirigirse a una élite ducha en el supuesto «arte», otrosí «cultura», que es la lidia. No, sin embargo, por no entenderlo abomino de Cúchares, Frascuelo,el conferenciante Domingo Ortega o el erudito Luis Francisco Esplá. Estoy convencido de que hay aficionados que disfrutan de este festejo. Y no por ver sufrir a un animal -el toreo, en sus orígenes, era a caballo que sólo tenían los nobles militares que alanceaban al toro; ya con Felipe II, lo rejoneaban; el toreo a pie es del siglo XIX, con caballos sin peto ni gualdrapa y despanzurrados pero, eso sí, «democratizado» y profesionalizado-, sino por lo que es la esencia de las corridas: la emoción del peligro. En el siglo XVI el público era torista y no torerista. No se entendía una corrida de toros sin que estos no causaran estragos, era lo normal, igual que en el circo romano de donde vienen estas «tradiciones» (y no de los godos o árabes). Ya entonces, los frailes hablaban -por razones humanitarias- de «afeitar» las astas del morlaco, improvisar enfermerías y habilitar burladeros, o sea, todo inventado. Menos los varilargueros y los picadores que son del XIX para facilitar la labor a los diestros de a pie menoscabando fiereza y trapío al bicho.
Quien tuviera la suerte de oír a don José Bergamín -como José Félix Azurmendi cuando fue director de «Egin»-, enterrado en Hondarribia con flores del torero gitano Rafael de Paula, hablando y escribiendo no mal sino muy bien de la tauromaquia, no puede por menos de trastabillar en sus pasos. Eso dejando al margen las repercusiones políticas y/o identitarias, como se dice ahora, del contencioso sin duda histórico en el que no entro no por falta de ganas sino de espacio. Bergamín, poeta, polígrafo, veía con otros ojos, su mirada era otra. Los escritores del 98 eran taurófobos. Los del 27 -como Bergamín-, más gongorinos y deslumbrados por el enfrentamiento hombre-animal, transverberados, taurófilos. José Cadalso, gaditano y militar ilustrado (no hay oxímoron) del siglo XVIII, pasaba vergüenza (no torera) ante lo que hoy pasa por ser antonomasia española.
Decía más arriba que al toro no se le tortura sino que se le maltrata. Y ello delante de un público que paga por ver un espectáculo. Esta es, a mi juicio, la clave. Se paga por contemplar una diversión donde el toro muere -o el torero- después de ser, se vea como se vea, lacerado de malas maneras. Si muere el artista, elegía. Si muere, como es su pathos fatídico, el minotauro no hay sino fathum y/o indulto del respetable ¡por su bravura! Un toro cartesiano que pensaba -el gran Descartes- que el animal es una máquina sin nervios y no sufre, compuesto de cables y no cartílagos.