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Una orquesta clásica y un director rompedor

Mikel CHAMIZO Crítico musical

El Mariinsky de San Petersburgo es un teatro de atmósfera decimonónica, con su luz mortecina, decoraciones doradas sobre gris claro y gastados terciopelos verdes. Sin embargo, este baluarte de la gran tradición rusa de la ópera y el ballet recibió en 1988 un fuerte impulso hacia la modernidad. Fue el año en que Valery Gérgiev se hizo cargo de la dirección musical del teatro. Gérgiev, que ya había estado asociado al Mariinsky como asistente de Temirkanov (de quien aprendió, seguramentemente, muchas lecciones sobre los ballets de Stravinsky que escucharemos esta noche), trajo aire fresco al coliseo peterburgués al revisitar, gracias a su marcada y original personalidad, el gran repertorio ruso desde Glinka hasta Shostakovich. Además, con un público acostumbrado a las extraordinarias, pero clásicas, escenografías al estilo de Bilibin, tan características del Mariinsky, Gérgiev ayudó también a introducir las nuevas tendencias escénicas contemporáneas. No obstante, su mayor mérito es haberse convertido en uno de los pocos maestros de capilla que quedan en la actualidad, tras 22 años al frente de la orquesta del teatro. Ya lo demostró en la Quincena del 2007, con un programa en torno a Mahler: tiene una formación que, sin ser exhuberante en su sonoridad, le obedece y le conoce a la perfección, lo que le permite alcanzar sus objetivos artísticos más ambiciosos. Por esa razón, y sabiendo de antemano que Gérgiev suele tener ideas brillantes sobre el repertorio que va a abordar, estos tres conciertos con el Mariinsky se presentan, desde ya, como uno de los hitos del Festival.

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