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KOLDO CAMPOS

¡Torero... torero!

 

Lentamente me quité la capa y la puse a flotar sobre la arena. No sonaron timbales ni clarines, si acaso, los bufidos del animal escrutando las sombras. Lo cité de lejos, mirando al tendido, y se vino embistiendo con su hambre de gloria.

Tres verónicas más tarde, recorté sus urgencias con un afarolado y un par de molinetes antes de que se alejara resollando, buscando el burladero.

Cambié de tercio y le asesté dos rejonazos que tiñeron de sangre el redondel. Con maestría, le coloqué después tres pares en lo alto. El primer par de palitroques en desagravio por los tantos toros muertos; el segundo par de banderillas a la salud de la fiesta nacional; y el tercer par de garapullos para que no siguiera llamando arte a la tortura.

El animal buscó las tablas mientras un torero pasodoble rubricaba mi faena. Muleta en mano acometí el último tercio en tandas cortas y medidas. 

Soltando gañafones volvió hacia mí, buscándome la espalda. Lo recibí con un pase de pecho, un natural y un desplante maestro de rodillas.

Varié de mano para una nueva serie. Cuatro manoletinas, otro pase de pecho hasta cuadrarlo y, entonces, saqué el acero oculto en la muleta.

Ya estaba medio muerto el animal pero, para que descansara la cabeza, puse a sus patas la bolsa del dinero, un titular a ocho columnas, un cortijo, un relicario, una tonadillera, una mantilla negra y, cuando jadeante reclinó su amenaza, le asesté en todo lo alto una estocada que hizo rodar al torero por la arena.

Después, a falta de un buen rabo, le corte los dos huevos y, yo mismo, me saqué a hombros de la plaza.

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